El tiempo pareció desvanecerse entre los latidos del mundo. Horus, en pie frente al horizonte que ardía con el resplandor de los proyectiles, no pestañeó siquiera. El sonido del viento se desintegró. Las bolas de tierra, aún en lo alto del cielo, parecían suspendidas en una eternidad efímera, tan inmóviles que ni el polvo osaba moverse a su alrededor.
Sus ojos, antes plateados, comenzaron a mutar. Un destello divino los recorrió desde el centro hasta el borde del iris. Doce colores giraron en un círculo perfecto, uno por cada hora, uno por cada fragmento de tiempo que obedecía su voluntad. El reloj interno del universo se inclinó ante él.
En ese instante, el tiempo se detuvo. No hubo sonido, ni movimiento, ni respiración. La brisa que rozaba su mejilla quedó congelada. Las alas de las aves, petrificadas en su vuelo. Los ejércitos, convertidos en estatuas vivientes, parecían atrapados en un cuadro imposible.
Solo Horus se movía, su capa ondeando levemente con una gracia fantasmal. A su