El paso del emperador Atlas se sentía cada día más cerca. Su ejército avanzaba sin descanso, dejando tras de sí un rastro de destrucción que ennegrecía los cielos y enmudecía las selvas del cálido norte. La tierra temblaba bajo el peso de sus máquinas de guerra y de las bestias encantadas que tiraban de los carros de asedio. El aire húmedo se mezclaba con el olor metálico de la sangre y con el hedor de la lluvia que no cesaba.
Las tormentas eran constantes. Los relámpagos rasgaban el cielo y los truenos resonaban entre las montañas como tambores de advertencia. Cada día, el calor sofocante se alzaba desde la tierra mojada, mezclándose con la niebla que subía desde los ríos anchos y oscuros. Atlas no se detenía. Su furia alimentaba el paso de su ejército, y su deseo de matar a Horus se volvía casi una maldición que arrastraba consigo todo lo que encontraba.
El emperador no hablaba mucho. Sus generales lo seguían con miedo, sabiendo que cualquier error significaba la muerte. La lluvia c