Horus la reconocía; era Leighis Noor, su antigua prometida. Cuánto había deseado que despertara de aquel largo letargo, para poder desposarla, para que el destino siguiera el cauce que él había soñado desde niño. Era ella, con sus ojos amarillos como dos soles perpetuos y aquel cabello dorado que parecía trenzado por los mismos dioses. Hasta ese momento, Horus solo había escuchado su voz en destellos telepáticos, un murmullo lejano que lo consolaba en sus noches de soledad. Pero ahora la tenía frente a él, refulgente, rodeada de aquel halo inmaculado que transmitía calma y pureza, como si fuese una santa enviada por los cielos.
El contraste lo atravesaba como una lanza. Esa mujer, a la que había amado con fervor juvenil, ya no era suya. Era la emperatriz de Atlas Grant, esposa del titán que había jurado destruirlo. Horus comprendía, en un rincón de su espíritu, que Leighis no había podido resistirse a la fuerza aplastante del emperador. Los caminos del destino los habían cruzado en el