La expedición partió con el alba, cuando los primeros rayos del sol bañaban los muros de Atira con tonos de oro y fuego. La emperatriz Leighis cabalgaba al frente sobre un corcel blanco como la nieve, engalanada en un atuendo impecable, bordado en filigranas de plata que reflejaban la pureza de su linaje. Su rostro, sereno y resuelto, irradiaba una calma que infundía confianza en los soldados que marchaban tras ella. Eran titanes, fornidos y disciplinados, armados con lanzas y escudos que brillaban bajo la luz matinal. El pueblo al que se dirigían había sido el último en reportar la presencia de aquel enigma oscuro: Némesis.
La caravana se desplazaba con solemnidad, como si cada paso de los caballos anunciara el juicio venidero. Leighis no se permitía la duda. Su voz, interiormente, repetía una plegaria de luz; sabía que su magia aún no había sido probada en gran escala, pero confiaba en que cuando llegara el momento, la claridad vencería a las sombras.
Desde la mansión secreta, Hespé