Las puertas de la sala de guerra se abrieron con un estrépito que quebró el silencio. Los mensajeros, cubiertos de polvo y con las armaduras desajustadas, entraron corriendo hasta postrarse de rodillas frente al emperador. Atlas, que se mantenía de pie junto a la mesa de mapas, los observó con una mirada que pesaba como un yunque.
—Hablen —ordenó, su voz retumbando en las columnas.
El primero levantó la cabeza. Sus labios temblaban.
—Señor… las tropas enviadas contra Némeis… han sido derrotadas.
Un murmullo recorrió la sala. Los generales intercambiaron miradas nerviosas. El mensajero continuó:
—El enemigo no solo resistió… Utilizó el poder del hielo y devastó a los nuestros. Ni siquiera los gigantes pudieron contenerlo.
Atlas cerró el puño con tanta fuerza que las venas se le marcaron como relámpagos sobre la piel. Sus ojos ardían como brasas.
—¿Qué dices? —gruñó, inclinándose hacia adelante.
—Mi emperador, lo hemos visto con nuestros propios ojos. El ejército cayó. Miles fueron cong