Atlas buscó a su mate convertido en lobo gigante, igual que sus soldados. La luna aún ardía en lo alto, bañando de plata los lomos de aquellas bestias colosales que se movían por los llanos, por los valles y por las montañas. El aire nocturno estaba impregnado de un olor metálico y amargo: el rastro del miedo que dejaban los campesinos y los pueblos escondidos. Los lobos titanes, con hocicos alargados y ojos de fuego, se miraban unos a otros en silencio. Negaban con la cabeza, enseñando los colmillos apenas, frustrados. No habían captado ni un solo aroma de la que debía ser la “santa de luz”, la elfa destinada a ser la compañera de su señor Atlas. Era como si el viento mismo borrara sus huellas, como si el mundo conspirara para esconderla de sus fauces.

El emperador alfa se adelantó con pasos pesados; su cuerpo en forma lupina alcanzaba tres veces la altura de un hombre. El pelaje de Atlas era marrón, pero en ciertos reflejos se tornaba rubio bajo la luna llena. La rabia le retorcía e