Luna suspiró y asintió, pero luego añadió, en voz baja y con una vulnerabilidad que me partió el alma:
—Quiero ver a mi papá sonreír. Quiero que esté en casa y que no tenga que salir enfermo solo por mí.
Sus palabras me conmovieron profundamente. No solo Erik llevaba el peso de la familia; Luna también parecía haber asumido esa carga, cuidándose mutuamente en una conexión tan especial y única que me hizo sentir parte de algo sagrado.
—Te lo prometo, pequeña —le dije, tomando su mano—. Lo cuidaremos juntas, tú y yo.
Luna sonrió, y en ese momento entendí que no estaba entrando solo a la vida de Erik, sino también al corazón de esta niña, que era tan fuerte y valiente como su padre. Ambas compartimos una mirada de complicidad, un pacto silencioso, y supe que aquella promesa era el comienzo de algo más grande que cualquier palabra.
Luna sonrió y se acomodó en el sillón, cerrando los ojos con una expresión de paz. Sus manitas aún sujetaban su muñeca con fuerza, y por un momento la miré com