Capítulo 6

La limusina negra, vistosa y opulenta, se deslizó por las calles iluminadas de la ciudad de Nueva York con los esposos Volkov en un silencio absoluto. Valeria iba envuelta en un vestido de seda azul profundo, su único acto de rebeldía visible. Luego de que Nino la dejara bellamente ataviada con un vestido color rosa palo, ella lo cambió por uno de menos calidad y más fuerza. Azul. Esos serían sus colores para vestir de ahora en más y ese especialmente porque era el color que Leónid detestaba por ser demasiado frío. Él iba a su lado, impecable con traje oscuro y corbata rosa palo. La miraba de reojo con la mandíbula apretada al punto del dolor, la misma presencia intimidante que la de ayer en la sala del comedor y la de esta mañana antes de pasar el día relajada con Nino.

—Ese no era el vestido que debías usar —mantenía el tipo, pero por dentro sentía el fuego de la rabia fluir.

—El otro me apretaba en la cadera —dijo sin siquiera mirarlo.

—No mientas —tecleó en su teléfono —, esta foto dice lo contrario.

—Esa foto no expresa lo que siento —lo mira con tanta determinación que los dientes de él rechinan.

—Recuerda tu rol, Valeria, no es difícil —dijo Leónid ya sin mirarla con el teléfono apretado entre sus manos.

Su voz era un recordatorio helado de su estatus.

—Lo tengo claro. Sonrisa, asentimiento, silencio. La esposa florero. Obediente.

—Exacto. No me avergüences. Mi reputación es frágil en estos círculos y ya me desobedeciste —ella sonrió apenas, la mueca no le llegó a sus ojos.

—No te preocupes. Estoy aquí para salvar reputaciones, no para arruinarlas.

El evento era una gala de recaudación de fondos. Una aglomeración de la élite de la ciudad, donde el dinero gritaba más fuerte que las palabras. Las luces de los flashes y el murmullo de voces atacaron a Valeria en cuanto entraron. Leónid la sujetó del brazo, no con afecto, sino con la firmeza de quien sujeta un objeto precioso que no quiere que se le escape.

La noche avanzaba con la monotonía que Valeria había augurado. Ella sonreía, asentía y se mantenía callada, observando el vacío de ese mundo. Leónid se movía con la ferocidad del depredador dominante, y ella, como su elegante y silenciosa presa.

El primer golpe llegó con el saludo a un socio de Leónid, un hombre de rostro bonachón llamado Bastián Kólov, a quien Valeria había tratado varias veces en su antiguo puesto.

—¡Valeria! Qué sorpresa tan agradable. Pensé que el matrimonio te habría quitado todo ese ímpetu profesional. Solías ser la única asistente que entendía los informes de la Refinería del Norte —dijo, extendiéndole la mano con genuina admiración.

—Hay cosas que son difíciles de arrancar Sr. Kólov —responde con una sonrisa sardónica, pero revestida de amabilidad.

Valeria sintió un breve flash de esperanza. Un momento de reconocimiento de su trabajo, pero Leónid interrumpió, su tono de voz bajo y lleno de un desprecio apenas disfrazado.

—Valeria ya no se ocupa de la Refinería del Norte, Kólov. Su función es mucho más... ornamental ahora —Leónid sonrió, pero el agarre en el brazo femenino ya dolía—. Ha regresado a tareas menos estresantes. Tareas que, afortunadamente, no requieren el uso del cerebro, solo de una presencia agradable y costosa.

El Sr. Kólov dudó, su sencillez se desvaneció bajo la incomodidad. Valeria sintió el frío del desprecio clavarse en su pecho. Leónid acababa de despojarla de su identidad profesional, su orgullo y su inteligencia en público. Había cumplido su amenaza de reducirla a una simple decoración.

—No era necesario ser tan… cruel.

Ella mantuvo la sonrisa, una máscara perfecta, pero por dentro sintió la puñalada de la derrota. Él había encontrado el arma perfecta: destruir su valor personal frente al mundo, sabiendo que ella no podía reaccionar sin condenar a su padre.

—Eres mi esposa, ya te lo había advertido, agradecería no lo dramatices —susurró en su rostro. Ella respiró profundo, sosteniendo las lágrimas y asintió —. En fin —dijo Leónid, cambiando el tema abruptamente—, Kólov, hablemos de esa inversión en Chipre...

Valeria pasó la siguiente hora actuando de manera mecánica, cada cumplido vacío, cada mirada, se sentía como un ataque directo a su corazón. A la primera oportunidad, se excusó con una migraña y se refugió en el tocador.

Se miró en el espejo, el elegante vestido azul, las joyas prestadas, la sonrisa muerta. Ya no era Valeria Montenegro, la asistente ambiciosa e inteligente. Era la Señora Volkov, la adquisición.

—Las mujeres en este mundo solo somos adornos —una mujer salió del baño y la abordó —, deberías comenzar a asimilarlo para no crear conflictos en tu unión con Volkov.

Era una mujer hermosa, elegante. Con un vestido costoso. Sí. Pero demasiado provocativo para la ocasión. En realidad, no la conocía, pero su rostro le era un tanto familiar.

—Es difícil la situación, pero ya me acostumbraré —la risa de la mujer casi un murmullo.

—Entonces te deseo suerte —se retocó un poco el maquillaje y con una sonrisa salió del aseo con su caminar distinguido.

Las lágrimas brotaron, pero no eran lágrimas de tristeza por su vida, sino de rabia ante su situación. La humillación era tan completa y tan despiadada, que sintió su alma se agrietaba. Leónid había ganado la primera batalla, y la había dejado sin defensas.

El pensamiento la golpeó como si se hubiese caído de bruces contra el piso. Su resistencia pasiva no era suficiente. Su silencio solo aumentaba el poder de Leónid.

Ella se secó las lágrimas con un pañuelo de seda. Las manchas de rímel eran la única prueba de su debilidad. En ese momento, juró que no volvería a haber otra prueba. El dolor era un combustible, no una condena.

***

Valeria salió del tocador, no para volver con Leónid, sino para tomar acción. Recordó su paseo por la mansión, la biblioteca y la oficina cerrada con llave. El conocimiento era su poder, y Leónid la había convertido en su espía personal por defecto.

Regresaron a casa en el mismo silencio tenso. Leónid no mencionó su partida prematura, solo la soltó en la entrada.

Ya en su habitación, en lugar de dormir, Valeria se puso un pantalón oscuro y una blusa de cuello alto. Usó su memoria fotográfica de su tiempo como asistente para recordar los códigos de seguridad que Leónid usaba en su oficina personal.

Se deslizó por los pasillos a oscuras. El silencio de la mansión ya no era un manto tenebroso, sino un aliado.

Llegó a la puerta de la oficina. Tecleó una combinación de números que recordaba de una fecha de cumpleaños olvidada, sumada a un número de cuenta. El click de la cerradura fue el sonido más dulce que había escuchado en días.

Entró en la oficina de Leónid. No buscó el contrato. No buscó el dinero. Buscó las debilidades de su negocio. Se sentó en la silla de cuero, encendió la computadora y accedió a los archivos encriptados.

No era una esposa florero. Era una agente encubierta.

Sus ojos recorrieron un informe financiero sobre una fusión próxima. Era información confidencial que podía costarle millones si caía en las manos equivocadas. No lo copiaría. Lo memorizaría, porque Leónid la había humillado al decir que su cerebro ya no funcionaba. Ella usaría esa mente para ser la herida que él nunca podría cerrar.

Se levantó, cerró la computadora, y se deslizó de vuelta a su habitación.

En la cama, Valeria ya no sintió el dolor. Solo la emoción de la estrategia. Leónid creía que la había sometido, pero solo había encendido la mecha.

<Me has despojado de mi valor, Leónid>, pensó. <Ahora, yo te despojaré de lo que más amas... Tu imperio>

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