El restaurante era uno de esos lugares donde el mirar, platicar y hasta sonreír costaba miles de dólares. Las luces eran tenues, las mesas separadas con exactitud exagerada, todo minuciosamente preparado para que las personas sin alma, con plástico en su exterior disfruten de la ejecución impecable en cada plato, detalle y por supuesto el ambiente. El aroma a trufa flotaba como una promesa de exclusividad. Leónid caminaba delante de Valeria, sin ofrecerle el brazo. Ella lo seguía con paso firme, el vestido gris claro marcando su silueta como una declaración de guerra silenciosa haciendo girar una que otra cara de los hombres que hacían vida en el exclusivo recinto.
La mesa estaba reservada en el rincón más discreto, el mesero acababa de servir un par de copas de vino: tinto de cosecha antigua para él y rosado para ella. Leónid se sentó primero, como si el mundo le debiera cortesía. Valeria lo imitó, cruzando las piernas con elegancia, pero sin mirar el menú. No tenía hambre y eso ya l