Mundo ficciónIniciar sesiónPOV: Catalina
El salón de baile del hotel Atlantis olía a dinero antiguo y desesperación nueva.
Cientos de flashes estallaron a la vez.
Una tormenta eléctrica artificial.
Cerré los ojos por un microsegundo.
—Sonríe, Catalina —susurró Khalid en mi oído.
Su aliento rozó mi lóbulo. Caliente. Húmedo.
No era una petición. Era una orden.
Su mano descansaba en la curva de mi cintura.
Para las cámaras, era un gesto de amor protector.
Para mí, era un cepo de hierro.
Sus dedos presionaban mi piel a través de la seda roja del Valentino. Marcando territorio. Recordándome quién sostenía la correa.
—Siempre sonrío, habibi —respondí.
Mi voz salió suave. Perfecta.
Abrí los ojos y el mundo se enfocó.
Mujeres con vestidos que costaban más que la educación universitaria de una persona promedio. Hombres con trajes oscuros y ojos vacíos.
Todos nos miraban.
Éramos la realeza no oficial de Dubái.
El arquitecto del imperio financiero y su musa española.
Avanzamos por la alfombra roja.
—¡Señor Al-Rasheed! ¡Señora! —gritaban los fotógrafos—. ¡Una foto aquí! ¡Miren a la izquierda!
Khalid se detuvo. Giró su cuerpo para mostrarme mejor.
Como quien exhibe un coche deportivo nuevo. O un pura sangre.
Sentí las miradas de las otras mujeres.
Eran afiladas. Venenosas.
Mientras pasábamos junto a un grupo de socialités con copas de champán, capté fragmentos de sus susurros.
—... dicen que la rusa sigue en la ciudad...
—... pobre chica, no tiene idea...
—... el collar es nuevo, debe ser el regalo de "lo siento"...
Me tensé.
El instinto me gritó que me girara. Que les gritara que no era estúpida. Que sabía lo del glitter en la camisa.
Pero la mano de Khalid se apretó más en mi cintura.
Casi dolorosamente.
—Relaja los hombros —murmuró sin dejar de sonreír a las cámaras—. Estás tensa. Se nota en las fotos.
—Estoy cansada, Khalid.
—No estás cansada. Estás siendo desagradecida. Mira todo esto. Es para nosotros.
Nosotros.
Esa palabra nunca había sonado tan falsa.
Llegamos al centro del salón.
Un hombre mayor, con cabello plateado y una mirada astuta, se acercó a nosotros.
Era Ibrahim Al-Fayed. Uno de los mayores promotores inmobiliarios de la región.
—¡Khalid! —exclamó, estrechando la mano de mi esposo—. Y la encantadora Catalina.
Me tendió la mano. La estreché con firmeza.
—Señor Al-Fayed —dije—. Leí sobre su nuevo proyecto en la Marina. El uso de paneles solares integrados en la fachada es fascinante.
Mis ojos se iluminaron.
Por un segundo, olvidé el vestido, los flashes y la traición.
Fui yo de nuevo. La arquitecta.
—De hecho —continué, animada—, noté que la orientación del edificio podría optimizarse para reducir la carga térmica si rotaran el eje diez grados al este. Ahorrarían millones en refrigeración a largo plazo.
El señor Al-Fayed arqueó una ceja. Sorprendido. Interesado.
—Vaya... no lo habíamos considerado así. Es una observación muy aguda, señora Al-Rasheed.
Abrí la boca para explicarle los cálculos rápidos que había hecho en mi mente.
Entonces sentí la mano de Khalid.
Ya no estaba en mi cintura.
Había subido a mi nuca. Acariciando el nacimiento de mi cabello.
Un gesto que parecía tierno.
Pero sus dedos se cerraron ligeramente. Como si sostuviera a un gato por el cuello.
—Mi esposa tiene una imaginación muy vívida, Ibrahim —interrumpió Khalid.
Su tono era indulgente. Paternal.
Como si hablara de una niña que acababa de decir una tontería graciosa.
Me helé.
—A Catalina le encanta decorar —continuó él, riendo suavemente—. Pero dejemos la ingeniería y los números a los hombres, ¿verdad, habibi? No queremos aburrirte con cosas pesadas.
El señor Al-Fayed soltó una risita nerviosa. La chispa de interés en sus ojos se apagó.
Volvió a mirarme como antes.
Como a un adorno.
—Claro, claro —dijo Al-Fayed—. Tienes una joya en casa, Khalid. Cuídala.
—Oh, créeme. La guardo bajo llave.
Todos rieron.
Yo también reí.
El sonido salió de mi garganta como un cristal roto.
Sentí el calor subir por mi cuello. La vergüenza me quemaba la piel más que los focos.
Dejemos los números a los hombres.
Yo me gradué con honores.
Yo diseñé puentes en Europa.
Yo era alguien.
Ahora solo era "la esposa que le gusta decorar".
Khalid retiró la mano de mi nuca y volvió a mi cintura.
—Ve a buscar una bebida, cariño —me dijo, dándome una palmadita condescendiente—. Ibrahim y yo tenemos que hablar de negocios reales.
Me despedí con un asentimiento.
Me giré y caminé hacia la barra.
Mantuve la espalda recta. La barbilla alta.
Pero por dentro, estaba sangrando.
Llegué a una esquina apartada del salón, lejos de los flashes.
Tomé una copa de agua con gas. Mis manos temblaban tanto que el hielo tintineó contra el cristal.
Me miré en el reflejo de una ventana oscura.
El vestido rojo brillaba. Los diamantes destellaban.
Era la imagen perfecta del éxito.
Pero la mujer del reflejo tenía los ojos muertos.
Miré hacia el centro del salón.
Khalid reía con Al-Fayed. Se veía poderoso. Intocable. Dueño del mundo.
Y entonces lo entendí.
No era su compañera.
No era su amor.
Ni siquiera era su esposa, en el sentido humano de la palabra.
Era una propiedad.
Como su coche. Como su ático. Como sus acciones.
Me había comprado con halagos y seda, y ahora me exhibía para aumentar su propio valor de mercado.
Apreté la copa.
El cristal crujió bajo mis dedos.
Una gota de agua fría corrió por mi mano. O tal vez fue una lágrima que me negué a derramar.
—¿Estás bien? —preguntó una voz a mi lado.
Me sobresalté.
Me giré rápido, recomponiendo mi máscara.
Pero no era un fotógrafo. Ni un socio de Khalid.
Era un hombre joven. Ojos oscuros, intensos. Cabello un poco desordenado para este evento.
Llevaba un traje que no era de diseñador y una credencial de prensa colgada al cuello.
Me miraba con una curiosidad que no había visto en años.
Y con algo más.
Lástima.
—Perfectamente —mentí.
Él ladeó la cabeza.
—No parece, señora Al-Rasheed. Parece alguien que acaba de darse cuenta de que está atrapada en un incendio.
Mi corazón se saltó un latido.
¿Quién demonios era este hombre?
Y por qué era el único que podía verme de verdad.







