Mundo ficciónIniciar sesiónPOV: Catalina
El silencio en el penthouse era absoluto.
Demasiado perfecto.
Khalid estaba en la ducha.
Escuchaba el zumbido distante del agua golpeando el mármol negro.
Yo estaba en el vestidor. De pie. Inmóvil.
Necesitaba un bolígrafo.
Solo un maldito bolígrafo para anotar un número de teléfono que había memorizado en la fiesta. El número del periodista.
No quería guardarlo en mi móvil. Khalid revisaba mi nube.
Busqué en mi bolso. Nada.
Mis ojos cayeron sobre la chaqueta del esmoquin de Khalid.
Estaba colgada en el galán de noche, impecable, vacía de humanidad.
Él siempre llevaba una pluma Montblanc en el bolsillo interior.
Me acerqué.
Mis pasos sobre la alfombra parecían truenos en mis propios oídos.
Estiré la mano.
Mis dedos rozaron la seda fría del forro.
Palpé el bolsillo.
Allí estaba. La forma cilíndrica y fría de la pluma.
La saqué.
Pero algo más vino con ella.
Un trozo de papel.
Pequeño. Arrugado. Blanco.
Cayó al suelo, girando en el aire como una hoja muerta.
Me agaché para recogerlo.
Mi intención era tirarlo. Pensé que era basura. Un ticket de aparcamiento. Un resguardo de tintorería.
Pero mis ojos de arquitecta, entrenados para ver detalles milimétricos, captaron un logotipo.
The Bulgari Resort Dubai.
Me congelé.
Sentí un pitido agudo en los oídos.
Me incorporé lentamente. El papel quemaba en mis dedos.
Lo alisé con cuidado.
Fecha: Ayer, 14 de octubre.
Hora: 14:30 - 17:45.
Concepto: Suite Seaview - Servicio de habitaciones (Champán Louis Roederer, Fresas, Ostras).
Mi mente se detuvo.
Luego, empezó a correr a una velocidad vertiginosa.
Ayer.
A las dos y media de la tarde.
Rebobiné mi memoria.
—Tengo una reunión con los inversores japoneses en el DIFC, Catalina —me había dicho Khalid, besando mi frente antes de salir—. Será largo y aburrido. No me esperes para el té.
DIFC. El centro financiero.
El Bulgari Resort estaba en Jumeirah Bay Island. A veinte kilómetros en dirección opuesta.
Miré la hora de nuevo.
Tres horas y quince minutos.
Tiempo suficiente para una reunión.
Pero no se piden ostras y champán en una reunión con inversores japoneses.
Y ciertamente no se alquila una suite con vista al mar para revisar hojas de cálculo.
—No —susurré.
La negación intentó protegerme.
Quizás fue una reunión informal. Quizás fue un regalo para un cliente.
Pero la lógica aplastó la esperanza.
Nadie alquila una suite por tres horas para un cliente sin quedarse a dormir.
Nadie pide fresas si no es para...
La imagen mental me golpeó como un puñetazo en el estómago.
Khalid. Mi esposo. El hombre que revisaba el largo de mis faldas.
En una cama de sábanas blancas.
Con otra mujer.
Alimentándola con fresas.
Mientras yo estaba aquí, eligiendo las flores para su cena de negocios.
Sentí que el suelo se inclinaba.
Las paredes del vestidor, llenas de ropa de diseñador que él había comprado para mí, parecieron cerrarse.
Me asfixiaban.
Todo era una mentira.
Cada "te quiero". Cada regalo. Cada beso en la frente.
Era el pago por mis servicios como la esposa trofeo.
Miré el recibo otra vez.
El papel estaba arrugado, como si alguien lo hubiera metido en el bolsillo con prisa. Con culpa.
O peor.
Con indiferencia.
Porque ni siquiera se molestó en tirarlo.
Estaba tan seguro de mi estupidez. Tan seguro de que la "dulce Catalina" nunca revisaría sus bolsillos.
La furia reemplazó al dolor.
Una furia fría. Calculadora.
Mi mano se cerró sobre el papel.
Podría ir al baño ahora mismo. Abrir la puerta de la ducha. Tirarle el papel mojado a la cara.
Gritarle.
Exigirle una explicación.
¿Y qué ganaría?
Él lo negaría.
Diría que estoy loca. Que era para un socio. Que desconfío de él porque soy insegura.
Me daría la vuelta a la tortilla.
Y yo me quedaría sin pruebas. Y sin dignidad.
No.
Respiré hondo.
Uno. Dos. Tres.
Alisé el papel de nuevo.
Caminé hacia mi joyero.
Levanté el doble fondo donde guardaba el pasaporte que él creía que había perdido.
Metí el recibo allí.
Junto a mi libertad condicional.
Cerré la caja con un clic suave.
Era mi primera prueba física.
La primera grieta documentada en los cimientos de su mentira.
De repente, el agua de la ducha se detuvo.
El silencio volvió al penthouse. Pero ahora era pesado. Cargado.
Escuché la puerta del baño abrirse.
El sonido de sus pasos descalzos sobre el mármol. Húmedos. Pesados.
—¿Catalina? —llamó.
Su voz era rica. Profunda.
Cariñosa.
—¿Dónde estás, habibi? Te extraño.
La palabra "te extraño" me golpeó como una bofetada.
Ayer estaba en una cama con otra.
Hoy me extraña.
Sentí la bilis subir por mi garganta.
Tuve que taparme la boca para no vomitar sobre la alfombra de seda.
Me miré en el espejo del vestidor.
Estaba pálida. Mis ojos brillaban con una mezcla de terror y odio.
—Estoy aquí, Khalid —respondí.
Mi voz sonó normal.
Me sorprendió lo fácil que fue mentir.
—Solo estaba... buscando un pendiente.
Él apareció en el umbral.
Tenía una toalla blanca atada a la cintura. Gotas de agua brillaban en sus pectorales anchos.
Era hermoso. Como una estatua griega tallada en obsidiana.
Y estaba podrido por dentro.
Sonrió al verme.
—Déjalo —dijo, extendiendo la mano hacia mí—. Te compraré otros nuevos mañana. Ven aquí.
Me quedé quieta.
Mirando su mano extendida.
La misma mano que había pagado la cuenta del hotel.
La misma mano que había tocado a otra mujer hace menos de veinticuatro horas.
Y ahora quería tocarme a mí.
—Ven —repitió, bajando la voz a ese tono ronco que solía derretirme.
Di un paso hacia él.
No porque quisiera.
Sino porque la guerra acababa de empezar.
Y el primer movimiento era no dejarle saber que yo ya tenía un arma.







