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POV: Catalina
Mi jaula no tenía barrotes de hierro oxidado.
Tenía ventanales de piso a techo de seis metros de altura.
Tenía grifería de oro de veinticuatro quilates.
Y estaba suspendida en el cielo.
Desde el piso ciento cuarenta y ocho del Burj Khalifa, Dubái no parecía una ciudad. Parecía un circuito de ordenador encendido sobre la arena negra.
Brillaba con arrogancia. Con electricidad.
Era una promesa silenciosa: Si tienes suficiente dinero, puedes desafiar a Dios. Puedes desafiar a la gravedad. Puedes comprar la moral.
Abajo, el mundo era pequeño. Insignificante.
Aquí arriba, el aire estaba tan filtrado y perfumado a jazmín blanco que yo ya había olvidado a qué olía la realidad.
Yo era Catalina Solís-Navarre.
Para el mundo exterior, lo tenía todo.
La arquitecta española que dejó de diseñar edificios para convertirse en el adorno más exquisito del ático más caro de los Emiratos.
Me senté frente al tocador de mármol italiano. Mi altar de sacrificio diario.
El espejo me devolvió la mirada de una extraña.
Mi piel parecía porcelana fría. Perfecta. Pálida. Cortesía de peelings químicos que costaban más que un coche pequeño.
No había ni un poro fuera de lugar.
Ni una sola línea de expresión que delatara que, por dentro, estaba gritando.
—La base —murmuré.
Tomé el frasco de cristal pesado.
No era maquillaje. Era estuco.
Era la capa de imprimación para ocultar a la verdadera Catalina y dejar solo a la "Sra. Al-Rasheed".
Extendí el líquido sobre mis pómulos. Movimientos precisos. Casi quirúrgicos.
Cubre las ojeras, me ordené.
Cubre el insomnio.
Cubre la duda.
Luego vino el delineador. Un trazo negro, afilado como una cuchilla. Mis ojos debían parecer felinos. Misteriosos.
Pero nunca tristes.
En este mundo, la tristeza era de mal gusto. La infelicidad era algo que le ocurría a la gente que volaba en clase turista, no a la esposa de Khalid Zahir Al-Rasheed.
Me puse de pie.
Caminé hacia el vestidor. El espacio era más grande que el apartamento donde crecí en Barcelona.
Filas interminables de seda, terciopelo y chifón colgaban allí. Cadáveres hermosos esperando ser reanimados.
—El rojo —había dicho Khalid esa mañana.
No fue una pregunta. Nunca lo era.
Saqué el vestido. Un Valentino escarlata. Sangre arterial sobre tela.
Al deslizarlo por mi cuerpo, la seda fría me provocó un escalofrío. No tenía nada que ver con el aire acondicionado.
Se ciñó a mi cintura como una segunda piel. Una que me costaba respirar.
Me abroché los diamantes al cuello. Sentí su peso helado contra mi clavícula.
Cada quilate era un recordatorio.
Soy suya.
Estaba lista. La armadura estaba completa.
Me giré para salir, pero mi tacón de aguja se enganchó en algo suave.
Bajé la mirada.
Era la camisa que Khalid se había quitado antes de ducharse. Estaba tirada descuidadamente sobre una otomana de terciopelo beige.
Suspiré.
Tenía un ejército de servicio doméstico invisible, pero a Khalid le gustaba dejar sus cosas donde caían. Marcando territorio. Como un animal alfa.
Me incliné para recogerla.
Fue un movimiento automático. Doméstico. Banal.
Entonces, el mundo se detuvo.
No fue un sonido.
Fue un aroma.
Subí la camisa hacia mi rostro, frunciendo el ceño.
Khalid usaba Tom Ford Oud Wood. Madera. Seco. Masculino.
La camisa olía a eso, sí.
Pero debajo de la madera y el sándalo, había una nota discordante. Algo que no pertenecía a la partitura de nuestra vida.
Inhalé profundamente. Cerré los ojos.
Mi nariz diseccionó el olor con precisión clínica. Como cuando buscaba humedad en los cimientos de un edificio antiguo.
Era dulce.
Empalagoso.
Vainilla negra y nardos.
Me congelé.
Mis dedos se tensaron sobre el lino blanco hasta que los nudillos se pusieron blancos.
Datos: Yo no uso perfumes dulces. Prefiero cítricos. O Chanel.
Datos: Ninguna empleada tiene permitido usar perfume. Es una de las reglas paranoicas de Khalid sobre la "pureza del aire".
Datos: Khalid llegó hace una hora. Supuestamente de una reunión en el campo de golf.
En un campo de golf hay césped. Hay sudor. Hay sol.
No hay vainilla.
Hipótesis: Alguien estuvo lo suficientemente cerca de mi marido. El tiempo suficiente para que su esencia química se transfiriera al tejido.
Un abrazo prolongado.
O algo más.
Miré la camisa como si fuera un plano con un error de cálculo fatal. Un error que podía derrumbar el edificio entero.
Mi estómago dio un vuelco violento. Una náusea ácida me subió por la garganta. Me dejó un sabor metálico en la boca.
Revisé el cuello de la camisa.
Mis manos, por primera vez en años, amenazaban con temblar.
Ahí estaba.
Casi invisible contra el blanco impoluto. En la zona del hombro derecho.
No era carmín. Khalid era demasiado inteligente para el cliché del lápiz labial.
Era algo más sutil. Más insidioso.
Una partícula de glitter.
Purpurina dorada.
Era minúscula. Casi microscópica. Del tipo que se usa en lociones corporales de lujo.
Brillaba bajo la luz de los halógenos con una inocencia burlona.
Khalid odiaba el brillo. Decía que era vulgar. Propio de "mujeres baratas".
Solté la camisa como si estuviera empapada en ácido.
Cayó sobre la otomana. Testigo muda de mi colapso interno.
—No —susurré.
Mi voz sonó extraña. Ronca. Absorbida por la acústica perfecta del vestidor.
Me llevé una mano a la boca, luchando contra la arcada.
Tres años.
Tres años soportando su control obsesivo. Sus celos.
Tres años aislada de mi familia.
Me había dicho a mí misma que era el precio. El precio de estar con un hombre poderoso. Que su posesividad era solo una forma intensa de amor.
Sacrifiqué mi carrera. Mi nombre. Mi voz.
¿Para esto?
¿Para ser engañada con alguien que usa loción de purpurina?
—Catalina.
La voz de Khalid cortó el aire.
No gritó. Nunca gritaba.
Su poder residía en ese tono bajo. De terciopelo oscuro. Ese tono que obligaba a todos a inclinarse para escuchar.
El pánico me inundó.
Me giré rápido. Interpuse mi cuerpo entre él y la camisa sobre la otomana.
Khalid estaba de pie bajo el arco de la puerta.
Se ajustaba los gemelos de ónix. El esmoquin cortado en Londres enfatizaba sus hombros anchos.
Esa elegancia depredadora.
Era el hombre más temido y deseado de los Emiratos. Y lo sabía.
Me recorrió con la mirada.
No me miró como un marido admira a su esposa. Me miró como un tasador evalúa una adquisición reciente.
—El vestido rojo —dijo. Asintió con aprobación—. Sabía que era la elección correcta.
Dio un paso hacia mí.
—El azul te hace parecer... frágil. Y esta noche necesito fuerza a mi lado. Los inversores rusos estarán ahí.
Tragué saliva. Forcé a los músculos de mi cara a obedecer.
Sonrisa número tres: la esposa devota.
—Tienes razón, habibi —mentí.
La palabra "cariño" en árabe me supo a ceniza en la lengua.
—Siempre tienes buen ojo.
Él sonrió.
Era esa sonrisa que no llegaba a sus ojos. Ojos oscuros. Fríos. Brillantes como el petróleo.
Caminó hacia mí. Sus pasos silenciados por la alfombra persa.
Invadió mi espacio personal. Con la confianza de quien es dueño de cada centímetro cuadrado del edificio. Y de lo que hay dentro.
—La humildad es para los pobres, Catalina. Nosotros proyectamos poder.
Llegó hasta mí.
Deslizó un dedo por mi clavícula desnuda. Justo por encima del collar de diamantes.
Su tacto debería haber sido erótico.
Se sintió como el filo de un bisturí buscando dónde cortar.
—¿Estás lista? No me hagas esperar.
Me tensé bajo su toque.
Por un instante, el olor a Oud Wood me golpeó de nuevo. Mezclado con el calor de su piel viva.
Quise gritarle.
Quise restregarle la camisa con purpurina en su cara perfecta.
Quise preguntarle quién era ella.
Pero no lo hice.
Soy arquitecta.
Sé que si golpeas un muro de carga sin un plan, el techo se te cae encima. Y te mata.
Primero estudias la estructura.
Encuentras las grietas.
Y luego pones la dinamita.
—Estoy lista —dije. Mi voz salió sorprendentemente firme.
Él me ofreció su brazo.
Lo tomé. El músculo bajo la tela fina estaba duro como una roca.
Salimos del dormitorio. Cruzamos el vestíbulo de mármol. Entramos en el ascensor privado.
Las puertas de metal pulido se cerraron.
Nos aislaron en una caja de espejos y silencio.
El ascensor comenzó su descenso vertiginoso.
Observé mi reflejo junto al suyo.
Éramos la pareja dorada. La envidia de Dubái.
Pero mientras los números de los pisos caían en picada —120, 110, 100—, sentí algo romperse dentro de mí.
No fue un colapso ruidoso.
Fue silencioso. Como una viga maestra cediendo bajo demasiado peso.
Me está engañando.
La frase resonó en mi cabeza. Al ritmo de mi corazón acelerado.
De repente, el teléfono de Khalid vibró en el bolsillo interior de su chaqueta.
Él lo ignoró. Mantuvo su postura regia. Mirando al frente.
Pero yo vi el reflejo.
En el panel de metal pulido del ascensor.
La pantalla se iluminó durante dos segundos. Un mensaje de un número no guardado.
Tres palabras.
Tres palabras que hicieron que el suelo desapareciera bajo mis pies.
"Ella no sospecha."
El ascensor llegó al lobby. Las puertas se abrieron.
El flash de la primera cámara estalló en mi cara. Me cegó.
Khalid apretó mi brazo. Me empujó hacia la luz. Hacia la actuación. Hacia la mentira.
Sonreí para los fotógrafos.
Pero detrás de esa sonrisa, Catalina Solís-Navarre acababa de morir.
Y algo mucho más peligroso había nacido en su lugar.







