—¿Y por qué más pudo ser?
Caleb me fulminó con la mirada.
—¿Quién más la tocó? ¡Solo tú!
Al ver esa escena tan montada, una desesperación me inundó.
Caleb rugió y se abalanzó sobre mí, cerrando una mano alrededor de mi cuello.
—¡Debí imaginar que eras así de maldita!
Su agarre se hizo más fuerte. No podía respirar y mi vista empezó a nublarse. Pero en el instante en que sus dedos se apretaron, una agonía abrasadora estalló a través del vínculo.
No era mi dolor. Era el suyo. El vínculo de pareja lo estaba castigando por hacerle daño a su pareja destinada.
Su cara palideció y el sudor le empezó a correr por la frente. Me soltó por instinto.
Me estrellé contra la pared. El golpe resonó en la habitación mientras el sabor a sangre me llenaba la boca.
Lydia gritó, alarmada.
—¿Estás bien? ¿Por qué estás tan pálido?
Negó, luchando contra el dolor punzante que surgía de lo más profundo de su espíritu, y volvió a mirarme. La furia en sus ojos ardía con más intensidad, como si quisiera reducirme a cenizas.
—¡Si hubiera sabido que eras tan desgraciada, maldeciría a la Diosa de la Luna por unirnos! ¡Lárgate! ¡Y no quiero volver a verte en mi vida!
Me dejé caer al suelo, ya sin nada que decir. Porque sabía que esta era la última vez.
Nunca más volvería a sentir el dolor de su desconfianza. Porque mi corazón ya estaba muerto.
Por un instante, al ver la sangre que escurría de mis labios, algo fugaz apareció en los ojos de Sarah. Lástima. Pero al instante, los quejidos de Lydia se volvieron más lastimeros y Sarah desvió la mirada rápidamente para consolar a la hija que necesitaba su atención.
—Cariño, ¿cómo te sientes? ¿Quieres que llame a un sanador?
Me limpié la sangre de la boca con el dorso de la mano y me levanté lentamente del suelo. En un rincón estaba la maleta gastada con la poca ropa que tenía.
Ya la había preparado. Me miraron con sorpresa, que pronto se convirtió en sarcasmo.
—¿Qué? ¿Piensas que te vas a escapar de casa? La manada solo te disciplina por tu bien. ¿Por qué no lo entiendes?
Mi padre me observaba con la cara inexpresiva.
Sarah se rio con burla.
—¿Crees que huir va a arreglar algo? Has sido así toda tu vida. A la primera que te enfrentas a un problema, intentas escapar. Como dice tu padre. Criamos a una cobarde.
Caleb colocó a Lydia con cuidado sobre la cama y se volteó hacia mí. En su mirada no había afecto, solo asco.
—¿A dónde crees que vas?
—Lejos del territorio de la manada Luna Oscura.
Su voz resonó como un trueno.
—¿Tienes idea de lo que estás diciendo? ¡En el momento en que pongas un pie fuera de este territorio, dejarás de ser miembro de la manada!
Había acumulado demasiada decepción, y mi corazón estaba tan entumecido que ya no sentía más dolor. Después de escuchar esa amenaza por milésima vez, ya no me daba miedo perder este supuesto hogar.
Porque esta manada nunca me había dado un verdadero sentido de pertenencia.
Dije, con la voz apagada, mientras arrastraba la maleta hacia la puerta:
—Bien. De todas formas, nunca estuve a la altura. Jamás volveré. Y quien rompa este juramento, que pierda a su amor verdadero para siempre.
Arrastré la maleta y caminé hacia la puerta principal sin mirar atrás. En cuanto salí de la morada, una brisa nocturna pasó a mi lado.
Traía consigo el aroma de la libertad, pero también el presentimiento de la muerte. Caleb estaba de pie junto a la ventana, observándome partir.
Mis últimas palabras le provocaron un escalofrío. Sabía que yo no estaba bien. Le preocupaba que salir a la intemperie en plena noche pudiera hacerme más daño.
Quiso decirme que sus palabras sobre desterrarme las había dicho en un arrebato de ira, que nunca fue su intención que me fuera.
—Va a volver, Alfa. En cuanto se dé cuenta de que no tiene a dónde ir, regresará arrastrándose y suplicando. Entonces entenderá que sin tu protección, no es nada.
Al escucharla, una extraña furia creció dentro de Caleb. Retiró la mirada en silencio.
Nadie vio el ligero temblor de sus puños cerrados, ni cómo sus uñas se clavaban en las palmas de sus manos con la fuerza suficiente para hacerlas sangrar.