CALEB
Caleb estaba en el Salón del Consejo de la manada, discutiendo las defensas de la frontera con los Sabios.
Una notificación resonó en su enlace mental. Era un mensaje de Elena.
“¿Y ahora qué está planeando?”, pensó con impaciencia mientras lo abría. Pero en cuanto la grabación empezó a sonar, el color se le fue de la cara.
La voz de Lydia se escuchaba nítida y clara: “Desde que tenías doce años, he puesto veneno de acónito en tu comida...”.
“El polvo de plata en tu uniforme, el empujón en el acantilado, las hierbas envenenadas… Todo fue obra mía. Mi obra maestra”.
“Verte más débil día con día me ha hecho tan feliz...”.
La grabación se cortó. El silencio se apoderó del salón.
Los sabios del consejo se miraron unos a otros, sin poder decir nada. En ese momento, una agonía violenta estalló en el pecho de Caleb.
Sintió como si le hubieran aplastado el corazón con una piedra, como si le hubieran arrancado un trozo del alma con brutalidad.
—¡Argh! —lanzó un rugido de dolor y un chorro