Capítulo 2

Era un informe de la princesa que incluía una foto de la hermosa mujer. Tal vez no fuera una condena tan horrible, después de todo. Lo último que quería era casarse por amor, y si era sincero consigo mismo, tenía que admitir que empezaba a cansarse de las aventuras pasajeras que caracterizaban su vida amorosa.

Aún no se le había pasado por la cabeza la idea de casarse, pero no se oponía del todo a la posibilidad. Además, tenía sus razones para querer una distracción más permanente de las que podían ofrecerle a Paty y las demás como ella.

— ¿Cuándo es la boda?...

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Pov Helena

—¿Qué has dicho? —Helena se sintió como si Daniel le hubiera dado un puñetazo en el plexo solar, pero lo único que había hecho era formularle una orden.

—Quiero que me encuentres una esposa.

Ella cerró los ojos por un instante, pero al abrirlos Daniel seguía estando allí. Su guapísimo jefe, alto, apuesto, irresistiblemente sexy, cuya expresión apremiante confirmaba que las palabras habían salido efectivamente de sus labios y no de la imaginación de Helena.

¿No había sido bastante horrible cuando Daniel le anunció seis semanas antes que su padre había concertado su matrimonio con una princesa de una monarquía vecina? El corazón de Helena había estado a punto de detenerse por la pasmosa facilidad con que su testarudo e independiente jefe se había sometido a la voluntad de su padre.

Posteriormente su angustia experimentó un ligero alivio cuando la princesa Katherine se fugó con un antiguo novio o algo parecido y rompió el contrato suscrito por las dos monarquías vecinas. De eso hacía dos semanas, y Helena aún estaba superando el trauma que le había dejado el decreto real.

¿Y ahora Daniel quería que le buscara una esposa? ¿Por qué no la mataba de una vez en lugar de prolongar su lenta agonía? ¿Qué otra cosa podría ser peor que aquella sentencia?

De acuerdo, tal vez hubiera cosas peores, pero las secretarias también tenían derecho a un poco de dramatismo de vez en cuando.

—¿Qué? ¿Por qué? —le preguntó sin molestarse en ocultar su conmoción. Daniel parecía muy satisfecho con su interminable sucesión de amantes, o al menos daba esa impresión. ¿Por qué de repente quería una esposa?

Era obvio que no se había enamorado de ninguna de sus amantes. Hasta donde ella sabía, y lo conocía mucho mejor que su propia familia, Daniel no se había enamorado desde que tenía dieciocho años. Jamás admitiría haberse enamorado a esa edad, pero Helena reconocía los signos de un amor verdadero y perdurable. La misma clase de amor que ella sentía…

Daniel había amado a Angelica hasta el punto de pedirle que se casara con él. Sólo estuvieron comprometidos tres meses, y faltaba menos de un mes para la boda cuando Angelica murió en un horrible accidente. Helena estaba convencida de que la pérdida de su primer amor había afectado a Daniel mucho más de lo que quisiera reconocer ante nadie, ni siquiera a sí mismo.

Aun así, aquella nueva búsqueda de esposa le resultaba increíble.

—Mi padre quiere que siente la cabeza —respondió Daniel, encogiéndose de hombros.

¿Cómo podía ser tan displicente? ¿Acaso no le importaba romper el corazón de Helena en un millar de pedazos sin posibilidad de recomponerlo? Tal vez no sospechara nada, pero ¿eso lo excusaba para provocarle un sufrimiento continuo con sus pequeños escarceos amorosos?

—Pero no te ha dicho que vaya a elegir otra mujer por ti, ¿verdad?

—No.

—¿Entonces…?

—No tengo ninguna razón para esperar a que lo haga. Si me encuentras una esposa, al menos tendré la última palabra al respecto y nos casaremos según mis condiciones, no las de mi padre.

Helena tuvo que reprimir un gemido y el impulso de golpearse la frente. Debería habérselo esperado. Daniel era demasiado orgulloso para permitir que otro hombre le eligiera esposa. Habiendo recibido una merecida reprimenda, se adelantaría a su padre el rey para evitar que volviera a ejercer el menor control sobre él. Helena podía comprender e incluso respetar esa forma de proceder, pero por nada del mundo iba a ayudarlo.

—No.

Los ojos grises de Daniel se abrieron como platos en una expresión que casi resultaba cómica.

—¿Qué quieres decir con «no»? —se había quedado tan desconcertado por su negativa que Helena sintió como si hubiera levantado una barrera física entre ellos.

—Quiero decir que si quieres encontrar una esposa —habló lentamente y con firmeza—, tendrás que hacerlo tú mismo.

El desconcierto inicial se transformó en un descontento evidente.

—No digas tonterías. No puedo hacerlo sin tu ayuda.

Helena dio un respingo involuntario, como si las palabras fueran cuchillos dirigidos hacia su corazón más que el cumplido que Daniel pretendía hacerle.

—Soy tu secretaria personal, no soy una casamentera. Buscar esposas no es mi trabajo.

—Tú misma lo has dicho… Eres mi secretaria «personal», precisamente porque me ayudas en algo más que en los negocios.

—La elección de esposa es demasiado personal.

—No, no lo es. Has elegido muchos regalos para mis compañeras, ¿por qué iba esto a ser diferente?

—¿Cómo puedes preguntarme eso? —amaba a aquel hombre más que a nada en su vida, pero a veces era tan obtuso que Helena querría preguntarle si su coeficiente intelectual era tan alto como se presumía.

Daniel se apoyó contra la mesa de Helena y se cruzó de brazos.

—Esta discusión no lleva a ninguna parte, Helena. Necesito tu ayuda.

—No lo haré —declaró ella. Sabía que no podría sobrevivir a lo que le estaba pidiendo. Ya le resultaba bastante traumático amarlo como lo amaba y saber que no había ningún futuro para ellos, pero ¿buscarle una mujer para que ocupara el lugar que ella deseaba desesperadamente? No, gracias.

—Vamos, Helena. No me falles ahora… Te compensaré como mereces.

Lo que faltaba… Una bonificación por hacer lo único que jamás en su vida querría hacer.

—No.

Antes de que Daniel pudiera replicar, empezó a sonar el teléfono y Helena se lanzó a responder como si se estuviera ahogando y el aparato fuera un salvavidas. Alargó deliberadamente la conversación telefónica y finalmente Daniel perdió su escasa paciencia y se apartó de la mesa.

Pero la mirada que le echó por encima del hombro le dijo que aquel asunto estaba lejos de acabar.

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Pov Daniel

Daniel iba de un lado a otro de su despacho, irritado y perplejo. ¿Qué demonios le pasaba a Helena? Se había comportado de un modo muy extraño desde que su padre concertara su matrimonio con la princesa Katerine. Al principio había supuesto que Helena temía perder su empleo cuando él se casara, pero Daniel le había asegurado que no tenía nada de qué preocuparse. No podría salir adelante sin su eficiente e intuitiva secretaria.

Pero Helena había persistido en su inexplicable actitud durante las dos últimas semanas, después de que se rompiera el compromiso con la princesa Katerine.

Daniel le daba vueltas y más vueltas, pero no conseguía entender por qué Helena se negaba a buscarle una esposa. Al igual que su padre, le había dejado muy claro que no aprobaba su estilo de vida, pero no había llegado tan lejos como el rey a la hora de sugerir la idea del matrimonio.

Era lógico pensar que estaría encantada de elegirle una mujer para toda la vida con la que podría consultar la agenda de Daniel y cosas por el estilo. De hecho, confiaba en que también la ayudaría a elegir a la secretaria personal de su esposa para que las dos pudieran trabajar conjuntamente.

Helena tenía que saber que Daniel no quería ni podía hacer algo así por sí solo. Ella sabía lo que necesitaba, con frecuencia incluso antes que él mismo. Era la persona adecuada para encontrar a la mejor candidata que cumpliera con su papel conyugal.

Daniel no estaba buscando amor ni quería una esposa que no encajara con el estilo de vida que más cómodo le resultaba llevar. Helena sabía que bajo la fachada occidental seguía siendo un jeque del desierto para quien la familia y el hogar eran piezas fundamentales aunque viviera en Nueva York.

Recordó la cara que había puesto cuando le comunicó el encargo. Se había quedado absolutamente perpleja y horrorizada, lo que sorprendió a Daniel. Normalmente, su secretaria se anticipaba a sus decisiones.

Helena sabía que él no quería que su padre controlara su vida, ni aunque fuera el rey de Zorha. Sólo era cuestión de tiempo que su padre volviera a concertarle otro matrimonio, y la única manera de librarse era elegir esposa por sí mismo. Helena tenía que saberlo, e incluso ya debería tener preparada una lista de candidatas. Su rotundo rechazo no era propio de ella. Por no decir que era del todo inaceptable.

Tampoco ayudaba que Helena se ponía adorable cuando se llevaba un sobresalto. No era algo que ocurriera a menudo, afortunadamente. Daniel no podía arriesgarse a destrozar la relación más importante que tenía con una mujer por culpa del sexo.

A su madre no le gustaría saber que Daniel había colocado a Helena por encima de ella, y de todo el mundo, en el ranking de importancia. Pero no había comparación posible. Su secretaria ejercía más influencia en su vida diaria que ninguna otra persona en el mundo.

Por desgracia, no era el tipo de mujer con quien pudiera tener una aventura y luego seguir como si nada hubiera pasado. De haber sido posible, habría satisfecho aquel deseo mucho tiempo antes y no habría acabado con Paty, evitando la consiguiente orden de su padre. Pero sabía que si algo hubiera pasado entre ellos no habrían podido seguir trabajando juntos.

No podía perder a su perfecta secretaria por algo tan efímero como el sexo.

Pero su razonamiento no impedía que el deseo por aquella mujer carente de estilo y glamour se hiciera cada vez más fuerte, por lo que la única solución pasaba por encontrar a una esposa adecuada. Y para ello tenía que convencer a Helena para que lo ayudara.

Ambos necesitaban protegerse de la tentación. Sabía que sería muy fácil seducir a Helena, como lo demostraban sus miradas de inocente deseo que le habían provocado más de una erección tras el escritorio. No entendía cómo una mujer tan sosa y desprovista de sensualidad femenina pudiera afectarlo de aquella manera, pero hacía tiempo que había aceptado el profundo anhelo que le provocaba sin necesidad de buscarle explicación. Cada vez que la miraba sentía el impulso de deshacer el severo recogido y entrelazar los dedos en sus cabellos castaños.

También quería descubrir su piel y lamer las pecas espolvoreadas como especias picantes sobre la inmaculada extensión cremosa. ¿Le cubrirían todo el cuerpo? ¿Estarían sus jugosos pechos adornados con esas pizcas de canela?

Se sacudió mentalmente. Si no dejaba de albergar fantasías eróticas acabaría necesitando duchas heladas a media tarde.

Tenía que convencer a Helena para que lo ayudara a encontrar una esposa apropiada. Nada más.

Los recuerdos de la única relación emocional de su vida, y de lo que ocurrió después, le congelaron el corazón. Nunca más volvería a sentir el amor. Su mente, su corazón y su vida se habían cerrado para siempre a los sentimientos.

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Continuará...

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