Con mucho esfuerzo se removió en la camilla, escuchando de fondo el “pi, pi, pi” de las máquinas de la clínica privada de su esposo. Abrió los ojos y pestañeó repetidas veces, tratando de adaptarse a la luz. Desorientada miró a su alrededor: todo blanco y demasiado limpio. Y aquel olor a medicamentos y a… odiaba los hospitales o todo lo que tuviera que ver con la salud. Desde el olor, el color y todo el ambiente tan frío.
—Señora Vescari, qué alegría, ha despertado —entró una mujer de mediana edad, vestida de blanco y con una libreta en la mano—. Voy a por el doctor.
Y volvió a salir, dejándola todavía más desorientada y confundida. Volvió a removerse, tratando de incorporarse, pero la cabeza le dio tres punzadas que la hicieron quejarse y quedarse en su sitio.
—Mierda —se llevó la mano a la boca cuando su estómago se revolvió ante el cúmulo de recuerdos que le llegaban con brusquedad. Cosas que hubiera deseado olvidar para no revivirlas nunca—. Mierda…
Comenzó a sollozar, abrazándose