Livia
Desperté sintiendo los rayos del sol quemar mi cara. Desorientada, me levanté al ver los cristales rotos y la botella de Macallan casi vacía. Me dolía la cabeza a horrores y no podía ver de tanta claridad.
«¿Qué hora era?»
No recordaba qué había pasado, pero todo apuntaba a que había ahogado mis penas con la botella más cara del bar.
Me tambaleé un poco al cruzar la puerta. No había rastro de nadie en el lugar, solo tres bandejas de comida —una por cada tiempo— y ninguna había sido tocada.
«¿No me vieron en la terraza?»
—¡Maldición! —me quejé al notar un corte en el pie—. ¿Qué m****a estaba pensando?
Ni siquiera me gustaba tanto el alcohol, pero últimamente parecía lo único que me ayudaba a relajarme. Como pude, me acerqué al baño por el botiquín, saqué dos aspirinas y me las tomé sin agua.
—Joder… esto duele mucho.
Me desnudé y entré en la ducha, encogiéndome con el agua fría. Necesitaba que aquel dolor desapareciera, pero el sol no había ayudado; lo había empeorado.