capítulo 35

La finca de Giulio era un lugar aislado, rodeado de jardines tan extensos que parecían perderse en la penumbra. Afuera, la noche guardaba un silencio expectante, pero dentro del salón la tensión era un animal contenido, respirando entre ambos. La conversación, que al inicio había sido ligera, se había convertido en un duelo a muerte, sin armas visibles pero con las palabras como cuchillos.

Giulio la observaba con una calma que solo anunciaba tormenta. Tenía la mirada fija en ella, los codos apoyados sobre la mesa de caoba, los dedos entrelazados con fuerza. No necesitaba gritar para imponer su presencia; su voz era suficiente para aplastar la voluntad de cualquiera.

—No saldrás de aquí hasta que me digas la verdad —dijo al fin, en un tono tan bajo que erizó la piel de Rebeca.

Ella intentó sostener la máscara que había perfeccionado durante años, pero el filo de aquella sentencia la atravesó. Sintió el pulso acelerarse, el aire volverse pesado. Aun así, fingió seguridad.

—No, no lo har
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