La expresión de Erwin al verme entrar a la amplia habitación que oficiaba de cocina y comedor de diario delataba que había escuchado lo que acababa de hablar con su nuera. Dejó lo que estaba haciendo para acercarse a la mesa, esperando la reprimenda que sabía en ciernes.
—¿Mejor no entrometernos? —repetí iracundo—. ¿Y qué harás cuando traten de atacar a una de las nuestras?
—Ya lo intentaron —dijo Kendra entrando a la casa—. Mis hijos mataron a los tres.
Erwin enrojeció hasta las orejas y comenzó a sudar copiosamente, evitando mi mirada fulgurante. Oí que Kendra se dirigía al dormitorio. Sus imprecaciones dejaron más que claro lo que sentía al ver a Risa en semejante estado.
Un momento después apareció en la cocina emanando indignación por cada uno de sus poros.
—¡Es tu culpa! —le reprochó a su compañero, pasando a mi lado hacia él—. ¡Esas malditas bestias ya trataron de atacar a una de tus sobrinas! ¡Si yo no hubiera intervenido, los culpables seg