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En la avenida, a mitad de camino de la muralla, nos esperaba el comité de bienvenida. El rey Eldric montaba un hermoso semental bayo de crines y cola oscura, engalanado para la ocasión como su jinete, un hombre de unos treinta años, que se veía fornido incluso bajo su manto.

Lo acompañaban lo que imaginé que eran nobles o figuras importantes en su corte, y una guardia armada a pesar de estar a menos de cien metros de su fortaleza. Además de lanzas y espadas, los soldados sostenían antorchas, que se agitaban y humeaban bajo la nevada.

Lo primero que me llamó la atención de Eldric fue que su pelo era de un castaño muy claro, trigueño en la luz fluctuante de las antorchas, mientras que todos los demás tenían cabelleras renegridas.

Me pregunté si Olena había comenzado a convertirlo. Y si así era, ¿en verdad esperaba que aún fuera capaz de embarazar a una mujer? Bien, no que su fertilidad me importara demasiado. Me encogía mentalmente de hombros, fatigada y más dolor

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