Mateo yacía entre lápidas, consumido por él dolor. El frio le calaba los huesos mientras sentía como su sangre se escapaba lentamente de sus heridas. Aferrándose desesperadamente a la vida, apenas podía mantener los ojos abiertos cuando una figura se acercó. Era una anciana de luto, que visitaba la tumba de su hijo y nuera, en el cementerio
Al descubrir al joven moribundo, cuyo cuerpo marcado por cicatrices y la vestimenta de la banda rival delataban su procedencia, la mujer no dudo. Con un gesto imperioso y la frialdad de quien calcula cada movimiento, ordenó a sus subalternos:
—Llévenselo a la mansión. —Sus ojos, fríos como el acero, estudiaron al desconocido antes de añadir—: Proporciónenle atención médica inmediata y trátenlo con dignidad... por ahora. Quizá este pájaro herido termine cantando algo de interés para nosotros.
Tras unos días de recuperación, la señora Lucía se acercó a Mateo y, con voz suave pero inquisitiva, le preguntó:
—Eres muy fuerte. Por poco pierdes la