El zumbido que comenzó en el búnker no era un sonido. Era una sensación. Un vacío psíquico y helado que empezó a tirar de los bordes de mi conciencia. Al principio fue un drenaje sutil, como una fuga lenta en un cubo, pero luego se convirtió en un torrente. Un vacío hambriento, succionador, que me robaba hasta el aire de los pulmones.
Una oleada de mareo me atravesó y tropecé, el brazo de Ronan siendo lo único que me mantenía en pie. El patio, que había sido un lugar de paz exhausta, se llenó de repente con un gemido colectivo y bajo. No era un sonido de dolor, sino de pérdida profunda. El aire, antes saturado con los aromas únicos de mi manada, comenzaba a volverse plano, unidimensional.
Mi “vista” estalló en mil sensaciones nuevas. Era caos. Era una biblioteca incendiándose. Vi a través de los ojos de Finn mientras su recuerdo más orgulloso —la primera cacería donde ganó su nombre— era arrancado de su mente, la imagen difuminándose hasta convertirse en una mancha gris sin significad