“Y lo que siento,” continué, mi voz descendiendo a un susurro suave y aterrador que era una promesa de su propia condena, “son los hilos de su telaraña. Y estoy empezando a aprender cómo cortarlos.”
Mis palabras quedaron suspendidas en el aire estéril y vibrante, un desafío lanzado al rostro de un dios que acababa de descubrir que era mortal. Durante un largo y tenso momento, Vigo no se movió. Pude sentir su quietud, la pausa de un depredador que reevalúa a su presa. El olor de su satisfacción arrogante había desaparecido, reemplazado por el aroma acre, afilado, de la confusión y un destello de algo que nunca antes había sentido en él. Una incertidumbre genuina, inquieta.
Había esperado una muñeca rota. Había esperado manipularme con imágenes del sufrimiento de Ronan. En cambio, había encontrado a una reina hecha de hielo y furia, una reina que no temía su poder, sino que estaba intrigada por los mecanismos que lo sostenían.
“¿Una araña?” dijo finalmente, su voz perdiendo ese ronroneo