La puerta de mi nueva prisión se deslizó hacia un lado con un suave silbido neumático, un sonido de ingeniería perfecta y estéril. El aire que entró para reemplazar lo que había dentro era frío, reciclado, y llevaba un aroma químico agudo que me quemó las fosas nasales. Era un aroma que intentaba ser limpio, pero debajo tenía un sabor metálico y gélido, como sangre vieja mezclada con desinfectante.
La esencia de Vigo estaba por todas partes.
“Bienvenida a tu nuevo hogar, Elara,” dijo, su voz un ronroneo suave y conversacional que era más aterrador que cualquier rugido. No estaba detrás de mí. Estaba junto a mí, su mano descansando con ligereza en mi brazo, un toque posesivo que hizo que mi piel se erizara. “Encuentro tus antiguos aposentos tan… apagados. Tanta historia. Tanta debilidad.”
No respondí. Era una estatua, la cabeza en alto, mis ojos ciegos fijos hacia adelante. No le daría el placer de mi miedo. No le daría mis lágrimas. Ya me había arrebatado suficiente.
Me guio hacia ade