El frasco era un peso frío y pesado en la mano temblorosa de la joven científica. No necesitaba verlo para saber su forma, su contenido. Podía sentir la vibración tenue del líquido plateado en su interior, una canción de vida corrompida y salvación forzada. Era algo hermoso y terrible.
“Vete”, gruñó Vigo, su voz un sonido crudo y gutural cargado de una furia tan potente que hizo que el aire chispeara.
La científica, una chica cuyo corazón latía con un ritmo frenético y aterrorizado, huyó. El sonido de sus pasos resonó en la vasta y estéril cámara, un ritmo desesperado que se desvaneció a medida que desaparecía por un corredor.
La pesada puerta se cerró, devolviéndonos al silencio zumbante y eléctrico. La pantalla que mostraba el bosque moribundo seguía encendida, un testimonio silencioso y burlón del poder que aún tenía sobre mí.
“Un farol inteligente, Elara”, dijo Vigo, su voz recuperando ese ronroneo suave y conversacional. Volvía a rodearme, un depredador reafirmando su dominio des