El silencio del bosque era un peso físico, una quietud hueca y sin vida que nos envolvía por completo, un contraste brutal con la sinfonía viva y palpitante de nuestras tierras de la manada. Estaba sentado con la espalda apoyada en un roble enorme y retorcido, su corteza seca y áspera como hueso bajo mis manos. No había hablado. No me había movido. Solo miraba la oscuridad opresiva del bosque, convertido en una cáscara vacía de lo que alguna vez fue un Alfa.
El lazo con Elara era un nervio expuesto y sangrante en mi pecho, un hilo desgarrado y palpitante de agonía, un recordatorio constante y vibrante de mi fracaso. Podía sentirla, una luz tenue y parpadeante en el fondo de mi mente, pero ahogada por un océano de distancia y por su propio retiro frío y deliberado. Ella había levantado un muro alrededor de sí misma, una fortaleza de hielo y furia, y yo había sido el que le entregó los ladrillos. Cada recuerdo de su rostro cuando me di la vuelta, del sonido de la pesada puerta cerrándos