El nombre quedó suspendido entre nosotras, como un fantasma que de pronto respiraba. Anya. La chica que llevaba el perfume de una muerta como si fuera un velo. La chica que aseguraba que la víctima de mi peor enemigo la había enviado conmigo.
Era una trampa. Tenía que serlo.
Vigo era una araña que tejía telarañas tan complejas y crueles que me sorprendía que no se ahogara en su propia mentira. Esto era otra hebra más. Un nuevo tormento. Mandarme a una chica frágil, llorosa, con una historia tan perfecta, tan tentadora, que haría que yo volviera a tener esperanza. Y la esperanza, lo había aprendido, era la hoja más afilada de todas.
“Anya,” repetí, mi voz fría, plana, un pedazo de piedra en el silencio. No me moví de mi sitio junto a la ventana. Dejé toda la habitación entre nosotras, un campo de batalla hecho de sombras y luz de luna. “Mira tenía muchas amigas. Todas me odiaban. ¿Por qué te enviaría a ti justamente?”
Anya se estremeció, un sonido pequeño y herido escapando de sus labi