Al día siguiente, Susana se levantó temprano como siempre.
Ella y Rodrigo llevaban años durmiendo en habitaciones separadas. Por una parte, porque él jamás la había aceptado del todo, y, por otra… porque Rodrigo tenía manías. No soportaba que nadie invadiera su espacio.
Después de lavarse la cara y arreglarse, Susana salió rumbo al bufete de una amiga.
Camila Herrera, su abogada de confianza, la recibió con una mezcla de afecto y preocupación.
Tras conversar unos minutos, Camila ya entendía toda la historia.
—Entonces… ¿todo lo que hiciste por Rodrigo fue solo por el contrato?
Susana asintió con calma.
Camila soltó un suspiro largo, aliviada:
—Estos días he visto tantas noticias tuyas que hasta se me hizo un nudo en el estómago. Pero sabiendo que fue un acuerdo… bueno, ya me quedo más tranquila. —Hizo una pausa y entrecerró los ojos con curiosidad, antes de preguntar—: Entonces, ¿viniste por el divorcio?
Susana esbozó una sonrisa irónica.
—Ni siquiera estamos casados legalmente. Lo que necesito… es un contrato para renunciar a la custodia de Matías.
Camila dio un respingo, totalmente impactada.
—¡Pero si todo el mundo sabe cuánto amas a ese niño! ¿Vas a renunciar a él, así como así?
Los ojos de Susana brillaron de tristeza, pero su voz fue firme cuando respondió:
—Solo redacta el contrato, por favor.
Camila comprendió que no había espacio para más preguntas, por lo que se apresuró a cumplir con el pedido de su amiga y, en pocos minutos, imprimió el documento y se lo entregó.
Susana lo tomó con manos tensas, agradeciéndole con una leve inclinación, y salió del estudio.
Desde su escritorio, Camila la observó alejarse. Había algo devastador en su silueta.
—¡Susana! —gritó con fuerza—. Le diste cinco años de tu vida y ni así lograste derretir su corazón… Ahora, por favor, dale todo ese amor a la única persona que sí lo merece: a ti misma.
Susana se detuvo por un segundo, giró el rostro y le sonrió con ternura, asegurándole:
—Lo haré. Te lo prometo.
…
Eran ya las diez cuando Susana volvió a la casa. Todo estaba en silencio.
En la mesa seguía servida la comida que había dejado preparada antes de salir. Los panecillos estaban fríos, olvidados sobre el mantel. Los calentó de nuevo, y, como siempre, subió a despertar a Rodrigo y a Matías.
Rodrigo tenía una regla estricta: nadie entraba a su cuarto sin tocar antes, por lo que Susana llamó suavemente a la puerta. Pero, antes de que pudiera volver a tocar, esta se abrió, dando paso a una Lorena que se desperezaba como si acabara de despertar.
Al ver a Susana, su expresión fue tranquila, casi desafiante.
—Solo vine a usar el baño de Rodrigo —dijo—. No sé qué me pasó esta mañana… pero me duele un poco la espalda.
El rostro de Susana se tornó pálido.
Lorena parecía a punto de seguir con sus indirectas, pero, en ese momento, Rodrigo salió del cuarto en pijama.
—¿Lorena? ¿Es Matías el que llama?
Los ojos de Susana bajaron instintivamente… y lo vio: el cuello de Rodrigo estaba lleno de marcas rojas.
Susana esbozó una sonrisa amarga. Cinco años de matrimonio sin una sola caricia la habían llevado a pensar que Rodrigo simplemente no tenía interés físico. Pero no… el problema era ella.
Al verla, Rodrigo se quedó paralizado, y, un segundo después, se subió la camiseta de forma torpe, intentando cubrirse.
—Lorena solo vino a buscar un cargador... no pienses mal —balbuceó.
Susana soltó una risa sarcástica. Ni siquiera se habían puesto de acuerdo para mentir.
Sin decir más, bajó las escaleras, diciendo:
—El desayuno está en la mesa.
A ella ya nada le importaba. Lo suyo con Rodrigo había sido un acuerdo desde el inicio. Lo único que le quedaba era esperar… solo siete días más.
Cinco minutos después, bajaron los tres.
—¡Estos panecillos ya están recalentados! ¡No saben igual! —repuso Matías, con el ceño fruncido, al ver el desayuno—. ¡Mamá, quiero que me hagas sándwiches frescos como antes!
—Matías, mamá ya preparó el desayuno —intentó mediar Rodrigo—. No lo desperdiciemos. Mañana te hará los sándwiches, ¿sí?
—¡No! ¡Quiero sándwiches ahora!
Rodrigo estaba a punto de regañarlo, cuando Lorena intervino con voz dulce:
—Susana, me han dicho que sus sándwiches son una delicia. Me encantaría probarlos.
En cuanto Rodrigo escuchó eso, cambió el tono al instante y le dijo a Susana:
—Si todos quieren, ¿por qué no los preparas?
Susana no levantó la cabeza, sino que se limitó a seguir comiendo, antes de responder:
—No puedo. Si quieren comer algo más, háganlo ustedes. Estos panecillos los hice yo esta mañana, con mis propias manos. Si no les gustan… pueden tirarlos.