Capítulo 02
Cuando Lorena bajó del auto, caminó directo hacia Susana con una sonrisa que no dejaba lugar a dudas: era pura provocación.

—Ay, perdón… me estacioné aquí sin querer. No te molesta, ¿verdad? —preguntó con tono inocente, aunque sus ojos brillaban con evidente burla.

Antes de que Susana pudiera responder, Rodrigo se adelantó con frialdad:

—Este espacio nunca ha sido exclusivo de nadie. Si alguien quiere aparcar, puede hacerlo. Nadie se atrevería a decir lo contrario.

Al terminar, Rodrigo le lanzó una mirada de advertencia a Susana.

Matías, que estaba cerca, también intervino:

—Lorena, no le hagas caso a mi mamá. Ella siempre maneja una de esas furgonetas como de chofer… ¡me da pena que la vean estacionada aquí!

Las palabras de Matías cayeron como cuchillas en el pecho de Susana. Había cuidado de Matías durante cuatro años con todo el amor que tenía... y, ahora, no solo defendía a Lorena, sino que también la atacaba a ella con palabras llenas de crueldad.

En ese momento, Rodrigo tomó del brazo a Lorena con entusiasmo y anunció:

—Vamos, quiero que veas la habitación que preparé para ti. Está justo al lado de la mía.

Matías exclamó feliz:

—¡Sííííííí! ¡Ahora tendré con quién jugar! ¡Lorena sabe hacer de todo! —exclamó Matías feliz, antes de añadir, con descaro—: No como mamá que es aburridísima.

Rodrigo miró brevemente a Susana, como si de pronto recordara que debía decirle algo, y repuso:

—Lorena se quedó sin departamento. Se quedará un tiempo en casa.

Susana lo escuchó sin mostrar emoción alguna, y se limitó a asentir, soltando un seco:

—Ajá.

La indiferencia en su voz hizo que Rodrigo se quedara helado por un instante. No esperaba esa reacción.

Fue Lorena quien se hizo la compungida:

—No sé… quizás debería irme a un hotel. Después de todo, tú eres su esposa, y yo… solo soy una extraña.

Pero Matías frunció el ceño y se apresuró a corregir:

—¡Lorena, no digas eso! Tú conociste a papá primero. Si alguien es extraño aquí… no eres tú.

—Exacto —añadió Rodrigo—. Esta casa fue pensada para ti desde el principio. No digas tonterías.

Dicho eso, Rodrigo y Matías llevaron a Lorena hacia la casa. Antes de entrar, Rodrigo extendió las llaves del auto hacia Susana.

—Abre la cajuela y ayuda a Lorena con su equipaje.

Susana lo miró con frialdad y, sin rodeos, preguntó:

—¿Acaso ella no tiene manos?

Rodrigo la observó con sorpresa. Nunca la había visto hablar así. Era como si ya no le importara nada, y esa actitud… le dio miedo.

—Si no quieres, lo hará el mayordomo…

—Olvídalo, dámelas —interrumpió Susana.

Tomó las llaves con la misma costumbre de siempre, pero su rostro era una máscara vacía. No quedaba ni una pizca de emoción.

Cuando volvió con las maletas, encontró a Matías brincando de alegría mientras mostraba un regalo para Lorena: cuatro lingotes de oro de cinco gramos cada uno. Los sostenía con ambas manos, como si fueran un trofeo.

Los ojos de Lorena se abrieron de par en par, sorprendida. Pero Susana se quedó completamente pálida.

La familia Morales jamás tuvo problemas de dinero, pero Susana había comprado esos cuatro lingotes… con su propio esfuerzo, uno por cada cumpleaños de Matías. No eran solo un respaldo financiero, sino más bien una manera de decirle al niño cuánto lo amaba, cuanto deseaba que creciera con fuerza y dignidad.

Y ahora... se los entregaba a otra mujer como si no valieran nada.

Rodrigo, notando el cambio en el rostro de Susana, frunció el ceño y se volvió hacia su hijo.

—Matías, esos lingotes son regalos de tu madre. No puedes simplemente dárselos así a alguien más. Es una falta de respeto.

Pero Matías protestó con desdén:

—Tía Lorena no es «alguien más». Es alguien que quiero mucho. Y, de todas formas, ¿qué importa? Solo son unos lingotes tontos. ¡Nosotros no necesitamos eso!

Rodrigo abrió la boca para responder, pero una voz helada lo detuvo.

—Matías tiene razón —dijo Susana a sus espaldas, sin emoción—. Solo son unos lingotes. Si quiere regalarlos, que lo haga.

Todos se quedaron en silencio, sorprendidos.

Susana no esperó a que alguien respondiera. Se dio media vuelta y entró sola a la casa.

Una vez en su habitación, se apoyó contra la puerta cerrada y cerró los ojos con fuerza.

Dolía. Como un cuchillo clavado en el alma. Pero ya casi terminaba…

Solo faltaban siete días, y por fin…

… podría marcharse para siempre.

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