Capítulo 5- El precio de lo que soy

El sol aún no tocaba del todo los árboles cuando un aullido desgarrador sacudió la calma de la mañana. Tala ya estaba despierta, como casi siempre desde que había vuelto. Estaba sentada sobre una roca frente al lago, con los pies descalzos hundidos en el agua, tratando de calmar su mente, cuando el llamado llegó a sus oídos. Un grupo de jóvenes lobos regresaba de un entrenamiento cuando uno de ellos, el más impulsivo, desvió el rumbo por el acantilado. Fue allí donde sucedió. Un lobo enemigo, de una manada exiliada, los había emboscado. Cuando lo trajeron de vuelta, sangraba por el pecho, y su pelaje estaba enredado con espinas y tierra.

—¡Busquen a Tala! —gritó una loba joven—. ¡Javin está muriendo!

Ella no lo dudó. Corrió descalza, sin preocuparse por las miradas, sin pedir permiso. El cuerpo de Javin yacía en el suelo, los ojos entrecerrados, la respiración cortada. Un grupo se reunió alrededor de él, entre ellos Ruddy.

Tala no esperó instrucciones, se arrodilló a su lado, colocó ambas manos sobre la herida abierta y cerró los ojos. Su aliento se sincronizó con el de él. Un calor tenue y azulado comenzó a emanar de sus dedos. Todos callaron.

La carne desgarrada empezó a cerrarse lentamente, como si retrocediera en el tiempo. Cuando abrió los ojos, la sangre había desaparecido y Javin dormía, en paz.

El silencio era denso. Todos los presentes la miraron entre admiración y temor.

—¿Lo curó… de verdad? —susurró una mujer mayor.

—Dicen que ese mismo poder también puede matar —susurró uno de los presentes con un dejo de desconfianza y temor, creyendo que Tala no lo oía.

Ella lo escuchó. Pero no reaccionó.

Tania recibió la noticia apenas una hora después.

—¿Así que curó a un lobo herido? —dijo mientras cepillaba su cabello frente al espejo.

—En segundos. Lo vimos con nuestros propios ojos —respondió uno de sus seguidores—. El chico parecía muerto.

—¿Y dices que algunos creen que ese poder también puede matar?

—Eso dicen. Incluso Ruddy parecía sorprendido.

Tania sonrió, esa sonrisa que no tocaba sus ojos.

—Una loba con el poder de sanar… y de matar. Qué mezcla tan peligrosa. ¿Eso es un don o una maldición?

Esa misma tarde, mientras Tala descansaba a la sombra de un árbol, un anciano se le acercó. Caminaba apoyado en un bastón, pero su porte era aún fuerte, digno de los sabios de la manada.

—Tenía tu edad cuando descubrí que podía sentir la verdad detrás de las palabras —dijo el anciano sin presentarse. Tala lo miró sin decir nada, permitiéndole continuar—. Me tomó años entender que los dones no son bendiciones… son pruebas. Pruebas que muy pocos entienden y que muchos temen.

Tala bajó la mirada, reflexionando.

—¿Y si el don puede hacer daño? —preguntó con voz baja.

—Entonces es doble prueba —dijo el anciano—. De que sepas cuándo usarlo… y cuándo no. La luna te los dio por algo, hija. No te avergüences.

Esa noche, Tania organizó una pequeña reunión informal con los miembros más jóvenes de la manada. Había escuchado cómo varios lobos murmuraban sobre los poderes de Tala, y vio su oportunidad.

—No estoy diciendo que ella sea mala, ¿eh? —decía con dulzura—. Pero solo me pregunto… ¿alguien aquí ha visto con sus propios ojos cómo funciona su poder? ¿No es extraño que algo que cura también pueda destruir?

Las semillas estaban plantadas. Algunos dudaron. Otros empezaron a verla con nuevos ojos. Más alerta. Más cautelosos.

Aún así no se contuvo, luego de terminar la reunión vio a a Ruthar, un guerrero impulsivo, joven, fuerte, pero fácil de manipular. No desaprovechó la oportunidad y se acercó a él.

—¿No te resulta extraño que alguien pueda curar… y matar? —le susurró—. Yo no confiaría en alguien así. Podría hacerlo contigo en cualquier momento. ¿Y si se le va el control?

Ruthar frunció el ceño, inseguro.

—Solo digo que… si yo fuera tú, hablaría con Ruddy. Tal vez lo mejor sería que se le vigile, ¿no crees?

Tania le sonrió, pero Ruthar se alejó sin darle respuesta. Más tarde, Tala lo encontró junto a los cachorros, jugando con ellos como si nada. El plan había fallado.

Fue Liora, una loba de mirada franca, quien le contó a Tala lo que decían.

—Tania está intentando hacerte ver como un monstruo. Dice que el poder que tienes es demasiado… ambiguo.

Tala bajó la mirada. Recordaba. Recordaba exactamente cómo comenzó todo la vez anterior. Los susurros, las dudas, el miedo. Cómo la gente que amaba pasó de buscar su ayuda a evitar su sombra.

Pero esta vez no sería igual.

—Déjalos murmurar —dijo con calma—. No me esconderé más.

Días despues, se dirigió al centro de la aldea, donde algunos lobos entrenaban y otros curioseaban. Había una madre loba que acababa de dar a luz y tenía fiebre y su pelaje estaba húmedo de sudor frío. Tala se acercó y la ayudó a tumbarse. Rodeada por ojos que la juzgaban, colocó una mano sobre el vientre de la madre loba y esta vez el poder fue más difícil de invocar. Su corazón temblaba de miedo, pero también de decisión. No podía fallar.

La luz apareció nuevamente, y la madre loba abrió los ojos. Lloró. No de dolor, sino de alivio. El cachorro se le acercó, acurrucándose.

La fiebre bajó. El cachorro mamó con fuerza. Y todos lo vieron. Tala se quedó allí unos minutos, sola, temblando por dentro. Sentía cómo el poder la dejaba agotada.

Luego de curar a la madre loba, Atala siguió caminando por la aldea, algunos la saludaban con una sonrisa cálida, mientras otros con temor por la desconfianza que Tania había sembrado en aquella reunión. Después de un rato decidió detenerse a mirar a los nuevos jóvenes entrenar.

—Tienes un poder que ni yo entiendo —dijo Ruddy al acercarse—. Eso inquieta a algunos.

Tala lo miró con serenidad.

—El poder solo es un reflejo del alma. Quien teme mi don, en realidad teme lo que ellos harían con él.

Él se quedó en silencio por un momento, como si digiriera sus palabras. Luego asintió y se alejó, pero Tala sintió que esa conversación no era el final… sino el principio de algo.

Esa noche, cuando todos dormían, Tala se internó en el bosque. sola, Tala empezó a entrenar. Practicó con ramas, con animales muertos, con su propia energía. Necesitaba entender sus límites. Aprender a equilibrar el poder de sanar y el de matar. No solo por ella, sino por todo lo que venía. No podía seguir dependiendo solo del instinto. Sabía que si no aprendía a equilibrar ambos dones, podía perder el control.

Luego probaba con pequeñas heridas en sí misma, curándolas una y otra vez. Aprendía lentamente, pero con decisión.

Y aunque nadie la veía, alguien sí la estaba observando.

Ruddy.

Desde la sombra de un árbol, oculto, la miraba cada noche sin que ella lo supiera. Había algo en ella que no podía descifrar. Algo que no podía dejar de mirar.

Y algo en su pecho le decía que lo que Tala ocultaba… era mucho más grande que lo que él había imaginado.

Tala volvió al campamento mientras el sol empezaba a teñir el cielo. Desde la distancia, sus ojos se cruzaron con los de Tania. Ella sonrió, helada. Pero esta vez, Tala no desvió la mirada.

Sabía exactamente lo que Tania estaba haciendo.

Y no pensaba caer en su juego otra vez.

“Que murmuren. Que teman. Ya no soy la misma loba que permitía que otros decidieran su destino.”

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