Las antorchas crepitaban en el claro como testigos ansiosos. Tania subió al estrado con la seguridad de quien ya escribió el final de la historia. Sus palabras brotaron ceremoniosas:
—La manada respira de nuevo. Hemos pagado el precio del orden. La Luna ha visto y ha juzgado.
Aplausos contenidos. Algunos rostros se iluminaron con alivio; otros murmuraron sin demasiado entusiasmo. La loba joven, que días atrás había dejado el cántaro a Tala, permaneció inmóvil en la muchedumbre. No aplaudió. Sus dedos apretaron el borde de su capa hasta marcar la tela.
Desde el flanco del claro, Ruddy observaba la escena con la compostura de un alfa que administra justicia. Por fuera firme, por dentro algo le arañaba: la última mirada que Tala le había dirigido. Una duda sibilina se instaló en su pecho, pero no la alzó en voz alta. Su cachorro, que aunque tenía cierta dudas sabía que era suyo. Su orgullo le dictaba no descender al barranco; otros lo verían como debilidad.
Tania extendió las manos para