Los primeros rayos del sol apenas acariciaban la aldea cuando Tala cruzó el sendero principal. Su andar era sereno, pero su corazón no. Había algo distinto en el aire, en las miradas, en los murmullos apenas audibles que parecían seguirla como una sombra invisible.
Los miembros de la manada se apartaban sutilmente a su paso. Algunos bajaban la mirada, otros la sostenían unos segundos más de lo habitual, cargados de una mezcla de respeto, miedo e incertidumbre. Incluso los más ancianos —esos que jamás se inclinaban ante nadie que no fuera el alfa— asintieron con un gesto reverente al verla pasar.
Tala sintió un escalofrío recorriéndole la columna. No era poder lo que la envolvía, sino una especie de marca invisible. Como si todos hubieran escuchado ya la declaración del anciano: “El destino ha regresado con ella.”
Al llegar al pequeño pozo, notó que nadie se le acercaba. Las mujeres que acostumbraban hablar entre risas al recoger agua ahora se sumían en un silencio incómodo. Fingían oc