Mundo ficciónIniciar sesiónAlejandro
Las mañanas en Santiago siempre tenían ese aire denso, como si la ciudad estuviera cargada de secretos. Me gustaba observar desde la distancia. Desde el Mercedes oscuro estacionado a unos metros de la entrada del colegio, veía a los adolescentes desfilar con mochilas pesadas, uniformes ajustados y miradas vacías. No sabían nada del mundo real.
Excepto Isabella.
Ella caminaba diferente. Como si ocultara una tormenta bajo el cuello de su blusa. Como si supiera que yo estaba observando.
Apreté la mandíbula.
Yo no debería estar aquí.
Pero lo estaba.
Mi papel dentro del colegio era discreto. No era profesor. No sería prudente. Pero el consejo directivo me había contratado como asesor externo del área de infraestructura. Nadie preguntaba demasiado cuando el dinero venía acompañado de un apellido poderoso. Y yo sabía cómo mover las piezas. Invertía en mejoras tecnológicas, supervisaba discretamente los contratos de remodelación, y a cambio... tenía acceso. A planos. A horarios. A ella.
La primera vez que la vi, fue desde las cámaras de seguridad.
No fue intencional.
Pero cuando la imagen congelada de su rostro apareció en la pantalla del despacho administrativo, algo dentro de mí cambió. Su mirada tenía esa mezcla imposible: rabia contenida, inocencia fracturada, hambre de algo más. De escape. De fuego. De mí.
Desde entonces, comencé a observarla. No de forma burda, no como un idiota cualquiera. Yo no perseguía. Yo esperaba.
Y ella... empezó a buscarme también.
No hablábamos en público. Jamás. Pero cuando pasaba por mi lado en el pasillo administrativo, me rozaba la mano con la yema de los dedos. Apenas un segundo. Apenas un suspiro. Pero era suficiente para perder la cabeza.
Sabía que su vida en casa era un infierno. Lo había intuido en cada mirada baja, en cada silencio prolongado que dejaba al aire una verdad que no se atrevía a nombrar. Yo quería protegerla. Quería arrastrarla fuera de ese mundo y encerrarla en el mío. Pero no como una prisionera. Como una diosa a la que sólo yo podía adorar.
Ese día, decidí romper la línea invisible.
Le dejé un papel doblado dentro de su casillero, sin nombre, sin firma. Solo cinco palabras escritas de mi puño:
"El jardín del invernadero. 6pm."
Era el rincón más oculto del colegio. Abandonado, cubierto de maleza y sombras. Nadie iba ahí. Nadie, excepto los que querían esconder algo.
Volví al auto y encendí un cigarro. El humo llenó el aire como una promesa sucia.
Isabella vendría.
Y si lo hacía, sabía que nada volvería a ser igual.
El sol se había escondido tras los edificios de Santiago cuando llegué al invernadero. La puerta de metal oxidado se cerró tras de mí con un crujido grave. El aire estaba húmedo, cargado del aroma de tierra mojada y flores marchitas. Un lugar olvidado, como ella.
Y allí estaba.
Isabella.
De pie entre las sombras, su silueta apenas recortada por la última luz que se filtraba por los ventanales sucios. Llevaba su uniforme, pero algo en la forma en que se lo ponía lo volvía todo distinto. No era una alumna. Era una tentación vestida de obediencia.
—Viniste —murmuré, sin acercarme aún.
Ella levantó la mirada. En sus ojos había una mezcla peligrosa: desconfianza, fuego... y deseo.
—No sabía si ibas a venir tú —dijo, con una voz más firme de lo que esperaba.
Me acerqué sin romper el silencio, deteniéndome a escasos centímetros. Podía olerla. Sentir su aliento corto.
Le aparté un mechón de cabello con los dedos, rozándole la mejilla.
—¿Sabes lo que significa estar aquí conmigo, Isabella?
Ella no respondió. Sólo me sostuvo la mirada. Desafiante. Valiente. Ardiendo por dentro.
Mis dedos recorrieron lentamente su mandíbula, luego bajaron por su cuello, sintiendo el pulso acelerado en su piel caliente.
—Podrías irte ahora. Y todo esto quedaría atrás —susurré contra su oído.
—No quiero irme —respondió ella. Su voz era un suspiro. Una rendición. —A tu lado, jamás he querido irme Alejandro.
La besé.
Pero no fue un beso suave. Fue hambre. Fue promesa. Fue peligro.
La tomé por la cintura, apretándola contra mí, sintiendo cómo su cuerpo se arqueaba, buscándome. Su boca se abrió bajo la mía, urgente, entregada. Y entre esos muros cubiertos de musgo y silencio, el mundo se desdibujó.
Sus dedos se aferraron a mi camisa, temblorosos. Yo deslicé las manos por su espalda, por sus caderas, marcando cada centímetro con una devoción salvaje.
La levanté con facilidad, apoyándola sobre una de las viejas mesas del invernadero. El cristal roto crujió bajo el peso del momento.
—Dime que me deseas —le dije con la respiración entrecortada, mis labios en su cuello.
—Te deseo... desde que me miraste por primera vez —confesó, jadeando.
Y entonces lo supe.
Ya no había vuelta atrás.
Isabella era mía.
Y yo iba a quemar el mundo si alguien intentaba separarnos.
Y mi corazón ahora mismo se encontraba en una pelea interna acerca de ceder ante una mujer que es mucho menor que yo y que podría costarme mi carrera entera o abandonarla.
Pero la verdad es que no pienso irme.







