Capítulo 5

Isabella

Mi despertador suena y por un momento deseo que no haya un día más. Pero sé que lo hay. Y que será igual que ayer y que anteayer y que siempre.

Mi cuarto es pequeño, con posters de bandas que nadie entiende y libros que apenas me dejan dormir. Mis padres creen que soy una niña normal. Que me despierto a las siete, desayuno pan con mermelada y salgo a la escuela sin secretos.

Pero la verdad es otra.

Cuando bajé las escaleras, la mirada de mi madre era un martillo invisible.

—Isabella, ¿otra vez con ese vestido corto? —me dijo, sin disimular el desdén—. No te comportas como una señorita.

Mi padre estaba en silencio, pero sus ojos no mentían. Querían controlarme. Querían encajarme en ese molde aburrido que llaman "familia perfecta".

—Tengo que ir al colegio —respondí, intentando no temblar—. No voy a cambiar para complacerlos.

La tensión era un monstruo que crecía entre ellos y yo. Y la idea de verlos me hacía querer huir.

En el colegio, todo es rutina. Los profesores repiten sus lecciones como si no supieran que muchos de nosotros ya estamos pensando en la noche, en qué pasará después.

Y entonces está él.

Alejandro.

Su imagen invade mis pensamientos como un virus hermoso y peligroso.

Cuando me encontró en esa librería abandonada, algo cambió dentro de mí.

Como si él fuera el fuego que estaba esperando para quemar todas mis dudas.

Pero también sé que ese fuego puede destruirme.

En clase, intento concentrarme. Pero las palabras se me escapan.

Mis amigas no saben nada de él. No saben que un hombre como Alejandro existe en mi vida. Y menos que esa relación prohibida me quema por dentro.

Después del timbre, camino rápido hacia la biblioteca. No para estudiar, sino para escapar.

Me siento en una esquina, saco el cuaderno y empiezo a escribir.

Las palabras son mi refugio. Las únicas que me dejan ser libre.

Pero la realidad vuelve rápido.

Al salir, veo a mis padres esperándome.

Sus rostros están rígidos, sus miradas afiladas.

—Necesitamos hablar —dice mi padre, con voz firme—. No podemos permitir que sigas con esta rebeldía.

Siento que me ahogo.

—¿De qué hablan? —pregunto, aunque sé la respuesta.

—De ti. De tus decisiones. De los hombres con los que te relacionas.

La palabra "hombres" me golpea como una sentencia.

Ellos no saben nada de Alejandro. Pero intuyen que algo pasa.

—No soy una niña —les digo—. Y no voy a vivir para complacerlos.

Es lo mejor que atino a decir en lugar de "es mi vida, no la suya".

Mi madre se acerca, su mano tiembla.

—Eres nuestra hija, Isabella. Y te estamos protegiendo.

Pero yo no quiero protección. Quiero libertad.

Esa noche, cuando todo el mundo duerme, escribo su nombre en mi mente; Alejandro.

Él es mi peligro y mi salvación. La lujuria que me quema y el refugio que nunca supe que necesitaba.

Sé que esto no es fácil. Que cada paso que doy me acerca a un abismo. Pero también sé que no puedo volver atrás.

Porque él me ha mostrado un mundo donde puedo ser yo. Y estoy dispuesta a arder en ese fuego, aunque me consuma.

Mi vida en casa es como vivir en una casa sin ventanas, donde la luz nunca entra y el aire se vuelve pesado.

Mis padres están ahí, pero no están. Mi padre llega tarde, cansado y con esa expresión que me dice que prefiere no verme, como si yo fuera un problema más que debe soportar. Apenas dice una palabra antes de encerrarse en su estudio o hundirse en el sofá frente al televisor.

Mi madre, por otro lado, es la que usa su voz como un látigo invisible. Cada frase es una crítica, cada palabra un golpe.

—¿Por qué no puedes ser como tu hermana? —me dijo una vez, con esa mezcla de decepción y desdén que perfora mi pecho—. Siempre tan torpe, tan desordenada, tan... insuficiente.

No sé qué hice para merecer eso, pero esas palabras se han quedado grabadas en mi piel.

Cuando intento hablar, me interrumpen. Cuando busco ayuda, me ignoran. Cuando lloro, me enseñan a esconder las lágrimas como si fueran vergüenza.

En las cenas, es un silencio cargado de reproches. Mis padres comen rápido, hablan de negocios o de la vecina, pero nunca de mí.

Me siento como un fantasma que camina por la casa, invisible, olvidada.

Y sin embargo, cada vez que cruzo la puerta del colegio, siento que otro mundo me espera. Uno donde no soy la hija que no cumple sus expectativas, sino alguien que puede soñar, que puede arder, que puede amar.

Alejandro es ese mundo.

Pero también sé que me arriesgo demasiado.

Porque él es fuego... y yo no sé si podré salir intacta.

Estaba en mi cuarto, recostada en la cama, cuando mi teléfono vibró sobre la mesa de noche. Vi su nombre en la pantalla y un cosquilleo recorrió mi piel.

Alejandro:

¿Piensas en mí tanto como yo en ti?

Sentí que el corazón me latía más fuerte. Traté de parecer tranquila al responder, aunque por dentro me consumía.

Yo:

No debería... pero sí.

La respuesta llegó rápido.

Alejandro:

Estoy aquí, imaginando tus labios rozando mi piel, tus manos explorando sin miedo.

Un escalofrío me recorrió la espalda y mi respiración se hizo más profunda. Cerré los ojos por un instante y me imaginé sus dedos, sus labios...

Yo:

Deberías dejar de imaginar y venir a comprobarlo.

Su mensaje siguiente fue casi una promesa y un reto.

Alejandro:

No puedo... pero la espera será peligrosa. Te haré desear hasta el límite, Isabella. Quiero jugar con cada parte de ti, lentamente, sin prisa.

Mis dedos temblaron al leer eso. Un calor intenso subió a mis mejillas y sentí una mezcla de nervios y deseo que me atrapaba sin escapatoria.

Por un momento, el mundo desapareció y solo existíamos nosotros dos, conectados por este hilo invisible que me mantenía al borde de la locura.

Mordí mi labio, imaginando su voz susurrándome al oído, su aliento caliente recorriendo mi cuello.

Alejandro:

Descansa esta noche, mi fuego. Pero recuerda... el juego apenas comienza.

La pantalla se apagó y yo me quedé ahí, en la oscuridad, consumida por el fuego dulce y peligroso que él había encendido en mí.

Justo cuando creía que podía respirar un poco, mi teléfono volvió a vibrar. Esta vez, un mensaje distinto, más urgente.

Alejandro:

No puedo esperar más... necesito escucharte. Contéstame.

Mi pulso se aceleró. Sin pensarlo, toqué la pantalla y acepté la llamada.

Su voz, profunda y baja, me envolvió al instante.

—Isabella... —susurró—. No sabes cuánto muero por tenerte cerca, sentir cada suspiro que escapa de ti.

Sentí que me temblaban las piernas, que la sangre me ardía en las venas.

—Alejandro... —respondí, con la voz quebrada—. Esto es peligroso.

—Lo sé —dijo con una sonrisa que pude imaginar perfectamente—. Pero el peligro también tiene su sabor. Y yo quiero saborearte a ti.

La línea se quedó en silencio un instante, solo nuestro aliento compartido a distancia.

—Prométeme que esta noche me soñarás —susurró—. Porque yo no voy a poder dejar de pensarte.

Colgamos, pero mi piel seguía encendida, ardiendo por dentro. Esa llamada era un fuego que me quemaba, un veneno dulce que no quería dejar ir.

No habían pasado ni cinco minutos desde que colgamos cuando mi teléfono volvió a vibrar. Era otro mensaje suyo.

Alejandro:

Imagino tus dedos recorriendo mi piel, y sé que tú también lo deseas. Cierra los ojos, Isabella, y déjate llevar. Esta noche, tu cuerpo me pertenece, aunque sea en sueños.

Leí esas palabras y sentí que un calor intenso me envolvía, un deseo casi imposible de contener.

Mis manos comenzaron a temblar y una mezcla de miedo y ansias me atrapó. Él sabía exactamente cómo llegar a mí, cómo encender cada rincón de mi piel con solo un mensaje.

Me mordí el labio, intentando calmarme, pero era inútil. Alejandro estaba jugando conmigo, y yo no quería que dejara de hacerlo.

No pude ni terminar de apagar el temblor en mis manos cuando una nueva notificación iluminó la pantalla. Era él de nuevo, sin filtros, sin rodeos.

Alejandro:

Quiero sentir tu piel contra la mía, escuchar tu respiración entrecortada y perderme en ti. Esta noche, Isabella, imagina mis manos deslizándose bajo tu ropa, descubriéndote lentamente... y prepárate, porque cuando nos veamos, no habrá vuelta atrás.

Mis mejillas ardían, y un escalofrío intenso me recorrió todo el cuerpo. Su mensaje era un desafío y una promesa, y yo estaba atrapada en su juego, deseando que esa noche nunca terminara.

Sentí cómo la línea entre el deseo y la realidad comenzaba a desdibujarse, y su voz, su tacto, todo lo que él provocaba en mí, se volvía imposible de ignorar.

Justo cuando estaba por responderle, con el corazón latiendo a mil por hora, mi teléfono sonó otra vez. Pero esta vez no era Alejandro.

—Isabella, abre la puerta —la voz firme y fría de mi madre retumbó desde el pasillo.

El deseo y la tensión que Alejandro había despertado en mí se desvanecieron al instante, reemplazados por una mezcla de miedo y ansiedad.

Apagué la pantalla y me levanté lentamente, consciente de que en cualquier momento podía acabar la frágil burbuja de escape que él me daba.

La noche, el juego, la promesa... todo quedó suspendido, esperando a que yo decidiera si volvería a encenderse o se rompería para siempre.

Me acerqué a la puerta con el corazón en la garganta. Podía escuchar sus pasos, firmes y decididos, como si viniera a reclamarme o a reprocharme algo.

Abrí apenas un centímetro y la vi, con esa mirada fría que podía congelar cualquier esperanza que tuviera.

—¿Qué haces despierta a esta hora? —su voz era un látigo disfrazado de pregunta—. Deberías estar durmiendo, no perdiendo el tiempo con tonterías.

Sentí un nudo en la garganta, intentando encontrar palabras que no se convirtieran en lágrimas.

—Nada, sólo... estaba estudiando.

Ella me miró como si estuviera mintiendo y cerró la puerta de golpe.

Me quedé apoyada en ella, sintiendo que el peso de todo me aplastaba.

Y en ese instante, recordé los mensajes de Alejandro, su voz, su fuego.

Respiré hondo y me prometí que, aunque mi mundo fuera frío y oscuro, él sería la chispa que me mantuviera viva.

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