Isabella
El invernadero se convirtió en otra dimensión. El aire era más espeso, cada caricia suya más real que cualquier otra cosa que hubiese sentido en mi vida. Cuando sus labios se separaron de los míos, me costó volver a respirar.
—Vámonos —susurró Alejandro, con la voz áspera, como si la contención le costara tanto como a mí.
No pregunté a dónde. No quise. Solo asentí porque mientras estuviera con él, no me importaba el lugar.
Caminamos por los pasillos oscuros del colegio, él unos pasos delante, con la seguridad de quien está acostumbrado a moverse entre sombras. Nadie nos vio. O si lo hicieron, no dijeron nada. Él abría puertas que yo ni sabía que existían. Y cuando salimos al estacionamiento trasero, el Mercedes negro nos esperaba como un secreto pactado.
Me abrió la puerta con una cortesía que dolía. No era un gesto vacío. Era una forma de marcar territorio. De decirme: ya estás dentro de mi mundo.
El camino hasta su apartamento fue una mezcla de silencio y electricidad. Yo l