Capítulo 2

Alejandro

Lo supe desde el primer segundo.

Desde que la vi entrar a esa cafetería, con ese uniforme mal abrochado y los ojos cargados de rabia adolescente.

Isabella.

Nombre dulce para una tentación que jamás debí permitir.

Yo no era un hombre de impulsos.

El poder no se consigue a fuerza de deseos, sino de disciplina.

Pero esa noche, frente a ella, en ese maldito asiento de cuero donde su muslo temblaba bajo mi mano, entendí que hay pecados que no se eligen.

Se reclaman

Ahora, ella está frente a mí.

Inmóvil, como una presa que no decide si quiere correr o ser devorada.

—¿Qué vas a hacerme? —me pregunta con esa voz quebrada, que no sabe si quiere gritar o gemir.

Mi respuesta es silencio.

Camino hacia ella. Lento. Con el mismo control con el que he construido mi imperio.

Ella no se mueve. Pero sus pupilas tiemblan. Y su respiración...

Dios. Esa respiración me está pidiendo algo que no puede nombrar.

—Quítate el abrigo —le ordeno. No lo pido. Quiero ver si me obedece.

Ella traga saliva. Sus dedos tiemblan un poco. Pero lo hace.

Lento, como si el aire estuviera pesado.

El abrigo cae al suelo, y debajo está la camisa blanca, ajustada, con los botones tensos sobre sus pechos pequeños y arrogantes. La falda del uniforme. Las medias. Y esa inocencia falsa que se le escurre por los poros.

Camino detrás de ella.

—Manos al vidrio. —Mi voz es más baja ahora. Más oscura.

Ella duda. Por un segundo.

Y después obedece.

Abre los brazos y apoya las palmas contra el ventanal. El cristal está frío, pero su piel está caliente. Ardiendo.

Me acerco. Mi pecho apenas roza su espalda.

Huelo su cuello. No la toco aún.

El juego es más delicioso cuando la víctima se ofrece.

—¿Sabes por qué estás aquí, Isabella?

—No —responde con voz temblorosa.

—Porque querías que alguien rompiera tus reglas.

—Y yo no rompo. Yo destruyo.

Mis manos suben por sus brazos. Lentas. Casi reverentes.

No hay prisa.

La noche es larga. Y yo no pienso perdonar ningún rincón de su piel.

—Tienes miedo.

—Sí —susurra.

—Bien.

El miedo mantiene los sentidos despiertos.

Mis dedos bajan por su cintura. Rozo el borde de su falda. La tela es ridículamente corta.

—¿Sabes lo que significa obedecerme?

Ella asiente, apenas. Los labios entreabiertos. Las mejillas rojas.

—Quiero escucharte.

—Sí, Alejandro —murmura.

Y entonces, sólo entonces, dejo que mis manos la exploren. Con precisión. Con hambre. Con poder.

La falda sube. Las medias bajan, lentas, hasta quedar a mitad del muslo. Ella no protesta. No gime. Pero su cuerpo tiembla.

La primera vez que mis dedos tocan su piel desnuda, ella contiene el aliento.

Mi palma abierta acaricia la curva perfecta de su trasero.

Y entonces la dejo ahí.

Quietecita.

Me alejo. La dejo con las manos aún al vidrio, sin saber si he terminado o apenas empezado. Ella gira el rostro, confundida.

—¿Por qué te detienes?

—Porque esto no es sólo sexo, Isabella…Es poder, es rendición y aún no te has rendido del todo.

Camino hacia el bar. Sirvo una copa. Whisky. Doble.

Bebo un sorbo. Miro el reflejo de su cuerpo en el cristal, arqueado, tenso, esperando.

Dios, cómo espera.

—Quiero que esta noche la recuerdes toda tu vida —le digo sin mirarla.

—Porque cuando termine contigo...Ya no vas a reconocerte.

Y entonces regreso. Despacio. Con la copa en una mano. Y con la otra, me desabrocho el cinturón.

La hebilla cae con un leve clic metálico.

Ella lo escucha. No me ve, pero lo escucha.

Y su cuerpo reacciona como si la hubiera tocado con una corriente eléctrica.

—Quiero que te mires —le digo con voz grave.

—¿Qué?

—Mírate en el vidrio. Quiero que veas cómo te transformas para mí.

Ella alza la vista, dudosa. Y entonces ocurre: se ve.

Con la falda alzada, el cabello ligeramente desordenado, los labios hinchados por el deseo contenido. Las mejillas ruborizadas.

La inocencia... carcomida.

—Eres hermosa cuando dejas de fingir que no deseas que te usen —le murmuro al oído, acercándome a su espalda.

Apoyo la palma abierta contra su abdomen. Ella se arquea.

Mi mano asciende lentamente, rozando su piel como si la estuviera leyendo, hasta llegar al botón de su camisa.

Uno. Dos. Tres.

La tela cede. Su sujetador es blanco. Delicado. Casi ridículo en contraste con la intensidad que emana de su cuerpo.

La rozo apenas, con el dorso de los dedos. Ella contiene el aliento.

Pero no se aparta.

—¿Sabes cuántas veces me imaginé esto? —confieso, dejando mi boca cerca de su cuello, sin tocarla.

—¿Cuántas? —murmura, con voz rota.

—Demasiadas.

—Y no fue por tu edad, Isabella. Fue por lo que tu cuerpo dice cuando tu boca calla.

Mis manos bajan otra vez, deslizándose por su vientre, con precisión de cirujano. Ella tiembla. Las piernas le flaquean.

—No quiero que finjas nada esta noche —le susurro—.

Ni pudor. Ni culpa. Ni miedo. Solo quiero la verdad que escondes entre los muslos.

Ella se estremece.

Y entonces mi mano se desliza más abajo.

No hay prisa. La prisa es para los jóvenes. Yo disfruto la rendición.

La toco sobre la tela. Su ropa interior está húmeda. Lo está por mí.

Ella deja escapar un gemido bajo, ahogado.

—Alejandro...

—Dilo completo. Dime lo que quieres, sin rodeos.

Silencio.

Solo nuestros cuerpos. La ciudad a nuestros pies. Y el cristal empañándose por el calor que irradiamos.

—Tócame —susurra al fin. —Hazme tuya.

Sonrío. Oscuro. Salvaje.

—Ya lo eres, Isabella. Desde la primera vez que me miraste como si odiarme te diera placer.

Ahora sí la toco sin piedad.

Deslizo la tela a un lado. Exploro con la precisión de un hombre que no busca solo saciarse, sino marcar territorio. Ella se retuerce. Se aferra al vidrio. Y yo la sostengo por la cintura, obligándola a recibirlo todo.

Cada jadeo es una confesión. Cada gemido, una rendición.

—Mírate —le ordeno de nuevo.

Sus ojos están cargados de lágrimas. No de dolor. De intensidad. De lo que nunca nadie le dio.

Y cuando su cuerpo se arquea de placer, cuando se pierde en ese abismo donde todo es calor y vulnerabilidad, sé que ya no hay marcha atrás.

Para ella. Ni para mí.

La sostengo mientras tiembla. Mientras gime mi nombre con voz rasgada. Mientras se rompe en mis manos.

Y solo entonces, cuando su cuerpo cae contra el mío, agotado, frágil, la abrazo.

No por ternura. Sino porque algo en mí, algo que creí muerto, la quiere conservar entera... al menos por esta noche.

—Esto no fue amor —le digo al oído—.

Fue control. Fuego. Fue lo que ocurre cuando una bestia encuentra a su debilidad.

Ella no responde. Se queda en silencio, con el rostro en mi pecho.

Y en ese silencio...yo también me pierdo un poco.

El silencio después del caos.

No hay nada más perturbador que eso.

Isabella está recostada sobre mi pecho, aún con las piernas temblando y el cabello desordenado.

Desde el ventanal, la ciudad se alza como una bestia dormida. Las luces de Santiago titilan abajo, frías, lejanas. Allá está el Costanera Center, allá las antenas del Cerro San Cristóbal, allá la noche que parece ignorar lo que acaba de ocurrir aquí dentro. Este loft en Vitacura siempre fue un refugio. Frío, elegante, diseñado para mantenerme lejos del mundo... y del juicio de otros. Pero ahora, con ella aquí, parece haberse vuelto una extensión de mi mente más profunda. La parte que no dejo que nadie vea.

Ella no dice nada. Y yo tampoco. Todavía no.

Porque sé lo que vendrá. Las preguntas. La culpa. Esa consciencia escolar aún intacta, con olor a uniforme planchado y reglas absurdas.

Me levanto sin hacer ruido.

Camino descalzo por el suelo de cemento pulido hasta el dormitorio.

Tomo una bata negra de seda y regreso. Ella sigue sentada frente al ventanal, mirando los autos diminutos allá abajo. Como si pudiera volver a su mundo de antes. Como si aún existiera.

—Póntela —le digo.

Ella alza la vista, los ojos aún vidriosos, vulnerables.

Obedece. Porque ya aprendió. Porque ya cruzó una línea.

Me siento frente a ella. Cruzo las piernas. La observo con calma.

No como un hombre que mira belleza. Sino como un arquitecto que estudia la fragilidad de una estructura antes de decidir si preservarla... o poseerla por completo.

—¿Estás arrepentida? —pregunto.

—No lo sé —dice en voz baja, la mirada en sus manos.

—Buena respuesta —respondo. —Yo tampoco lo sé. Y eso me gusta más que cualquier certeza.

Me inclino hacia ella. Tomo su rostro con una mano. Su piel sigue cálida. Su pulso, rápido.

—Necesito que entiendas algo, Isabella. No soy un experimento. No soy un juego.

Ella asiente.

—Lo sé...

—No, no lo sabes. Tú aún crees que esto tiene reglas. Que puedes apagarlo cuando quieras.

La tomo por la cintura. La acerco. Mis labios tocan su oreja apenas.

—Pero lo nuestro no es un secreto. Es un incendio. Y si lo alimentas, voy a quemarte entera.

Ella tiembla. Pero no se aleja. No huye. Solo cierra los ojos. Y yo siento cómo algo se quiebra dentro de mí. Otra grieta. Otro aviso de que estoy demasiado cerca del abismo.

Me levanto. Camino hasta el ventanal. Observo las luces del barrio alto, tan limpias y ordenadas, como si allí nadie pecara. Pero yo conozco esa falsa paz. Ahí mismo, en esos edificios de Las Condes, he visto lo peor de todos. Políticos. Ejecutivos. Padres perfectos con segundas vidas.

En el reflejo del vidrio, la veo a ella. Sentada, con mi bata. Con su inocencia arrugada en el suelo.

—Mañana a las siete, te espero aquí de nuevo —le digo sin mirarla.

—¿Y si no vengo?

Sonrío.

Oscuro. Cruel. Convencido.

—Vendrás. Porque ahora tienes más miedo de lo que pasa contigo cuando no estás cerca de mí.

Ella no responde. Se pone de pie. Camina hacia la puerta.

No la detengo. La dejo ir.

Escucho el suave clic de sus zapatillas escolares, esas ridículas, que ni combinan con el deseo que le vi en los ojos, desaparecer en el pasillo.

Y en ese instante sé que ya no es solo deseo.

Es necesidad.

Y eso, para alguien como yo, es el principio de lo irreversible.

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