Capítulo 3

Isabella

El uniforme me queda más ajustado que ayer. O tal vez soy yo la que está diferente.

Camino por los pasillos del colegio como si todo estuviera en su lugar, pero por dentro... por dentro todo está ardiendo.

El escudo bordado de mi colegio, la camisa blanca abotonada hasta el cuello, la falda gris, las medias hasta las rodillas... todo es parte del disfraz. Y yo, la actriz principal de esta función perfecta que se llama "niña bien".

—¡Isa! —me llama Sofía, mi mejor amiga, desde las escaleras del edificio de Humanidades—. Te perdiste la media pelea en clase de Filosofía. El profe casi se va de espaldas con lo que dijo la Jime.

Fuerzo una sonrisa.

—¿En serio?

Ella sigue hablando. Detalles. Risas. Cosas de siempre.

Pero su voz suena amortiguada, lejana. Como si hablara desde el fondo de una piscina.

Yo solo pienso en él. En Alejandro.

En su voz ronca contra mi oído. En el sabor de su piel. En la forma en que me miró como si ya fuera suya para siempre.

Y entonces recuerdo: soy menor…Bueno, he cumplido ya los dieciocho años, pero, hay países en los que no se es mayor de edad hasta cumplir veintiuno.

El riesgo no es solo el escándalo. Es la ley. Es mi vida entera.

Pero eso no me asusta tanto como lo que pasa en mi cuerpo cuando lo pienso.

—Isa, ¿me estás escuchando? —Sofía me mira raro—. Estás como ida.

—Dormí mal —miento—. Me duele un poco la cabeza.

—Es porque estás dejando el café —dice, como si nada en el mundo pudiera ser más simple que eso.

Sí. Claro. El café.

Nos dirigimos al patio techado. Algunas compañeras están hablando de la fiesta de este sábado en una casa de Chicureo. Nombres conocidos, padres influyentes, piscinas climatizadas.

Alejandro ni siquiera existiría en ese mundo.

Él es otra liga. Otra vida. Otra oscuridad.

Cuando entro a la sala de clases, me recibe el olor de los libros, del plástico viejo de las carpetas, del limpiador con aroma a limón que usan las tías del aseo. Todo huele a rutina. A obediencia. A represión.

Me siento en la última fila, como siempre. Abro mi cuaderno. Saco el estuche.

Y ahí, entre los lápices, encuentro algo que no debería estar ahí.

Una tarjeta negra. Sin nombre Sin marca. Solo una dirección en Vitacura y un número de habitación: 1907.

El corazón me late tan fuerte que me cuesta respirar. Miro a mi alrededor. Nadie parece haberlo notado.

¿Cómo llegó esto aquí?

¿Él estuvo en mi mochila? ¿Alguien lo vio? ¿Me siguió?

¿Lo planeó?

No puedo pensar.

El profesor entra. Empieza a hablar sobre Descartes. "Pienso, luego existo."

Yo pienso. Pero lo único que confirma mi existencia es que el deseo me duele.

Paso el día entre clases, mensajes falsos y sonrisas calculadas.

Mi madre me escribe preguntando si quiero almorzar en casa. Le digo que tengo reunión de grupo.

Miento. Con facilidad. Con gusto.

Porque cada hora que pasa, cada minuto, me acerca más a la cita que no tiene horario, pero sí destino.

1907. Vitacura. Él.

Salgo del colegio con las piernas temblando. No voy directo. Doy vueltas. Me bajo antes del paradero habitual. Camino por calles que no conozco.

Pero al final, terminó donde sabía que terminaría.

Frente al edificio con fachada de vidrio, moderno, sin portero visible. Paso la tarjeta por el lector de seguridad. La puerta se abre.

Y en el ascensor, mientras subo, veo mi reflejo en el espejo lateral.

El uniforme. La mochila. La trenza deshecha. El rubor que ya no es por vergüenza, sino por anticipación.

Cuando se abren las puertas, la habitación 1907 me espera al fondo del pasillo.

Doy dos golpes. La puerta se abre.

Y ahí está él.

Camisa negra, sin corbata. Descalzo. Con la misma expresión que tenía cuando me hizo pedazos con solo tocarme.

—Estás puntual —dice. —O impaciente.

No respondo. No puedo. Porque mis labios no me pertenecen.

Porque yo ya no me pertenezco.

Él da un paso al frente. Y con un solo gesto, me toma de la mano y me introduce en ese espacio que no es solo un loft...

es un altar. Y yo, el sacrificio.

El loft huele a algo cálido y peligroso.

Como madera quemada. Como whisky. Como pecado.

Alejandro no dice nada mientras cierra la puerta tras de mí.

Sus dedos rozan mi espalda, bajando lentamente por la columna.

Y es como si presionara interruptores que yo no sabía que tenía.

—Deja la mochila —murmura.

Obedezco. La dejo caer al suelo con un suspiro contenido.

El uniforme me aprieta en los hombros, en la cintura, como si también supiera que ya no debería estar sobre mi piel.

—Ven —dice, caminando hacia el salón, donde la ciudad se derrama por los ventanales como un océano de luces rotas.

Lo sigo.

Hay música sonando en algún rincón. Algo suave, sin letra. Solo notas que suben por mis piernas como dedos invisibles.

Cuando llegamos al sofá, se da vuelta. Y con una mirada que me derrite, me dice:

—Quiero jugar.

Siento que se me corta el aliento.

—¿Jugar?

Él sonríe. Oscuro. Misterioso.

—Pero tú no pones las reglas.

Saca de un cajón una pequeña caja negra. La abre.

Adentro, un antifaz de satén, unas cintas y un objeto que no reconozco... hasta que lo imagino.

—¿Confías en mí, Isabella?

No sé si es confianza. No sé si es locura. Pero asiento.

Y cuando me coloca el antifaz, el mundo se apaga.

Solo queda su voz. Y su tacto.

—Levanta los brazos —ordena.

Lo hago. Y las cintas envuelven mis muñecas con suavidad, pero firmeza. Me ata a la barra metálica del respaldo del sofá.

Siento el frío del metal en la piel, el calor del deseo en el pecho.

Estoy de pie. Inmóvil. A su merced.

—No tienes idea de lo hermosa que te ves así —susurra junto a mi oído—. Frágil. Obediente. Encendida.

Su aliento me acaricia. Pero no me toca. No aún.

Camina a mi alrededor, en silencio. Y cada segundo en que no sé dónde está me vuelve más vulnerable... y más desesperadamente despierta.

Entonces lo siento.

Sus labios, apenas rozando mi cuello. Sus dedos, desabotonando la camisa con lentitud insultante.

—Eres una contradicción —murmura—. Estás vestida para el orden, pero pides caos con cada respiración.

Su lengua baja por el centro de mi pecho, sin tocarme directamente.

Solo insinuando. Solo provocando.

—¿Sabes lo que más me excita de ti?

—¿Qué? —susurro, temblando.

—Que, aunque todo esto es nuevo para ti...

ya sabes que no hay vuelta atrás.

Me arranca la camisa. Deja mi sostén puesto, pero lo baja solo lo suficiente para que el aire me erice.

Sus manos bajan por mi cintura. Suben la falda. La tela roza mis muslos como una burla. No sé qué viene. No sé si me va a besar o castigar.

Y esa incertidumbre me moja más que cualquier palabra.

Entonces lo hace.

Con la yema de los dedos, dibuja líneas invisibles por mi abdomen.

Lentamente. Hasta llegar a mi ropa interior.

—No te muevas —dice.

Como si pudiera. Como si el deseo no me hubiera dejado inmóvil desde que entré.

El primer roce sobre la tela es apenas un suspiro.

Pero grito por dentro.

Sus dedos juegan Su lengua aparece de vez en cuando, en los lugares más inesperados. La cinta en mis muñecas se tensa.

Mi cuerpo se arquea, buscando más.

Pero él es cruel. Magnífico en su crueldad.

—Estás al borde —susurra—. Y aún no te he dado permiso para caer.

No aguanto.

—Alejandro, por favor...

Él ríe. Y por fin, por fin, su boca me encuentra entre las piernas.

Lenta. Precisa. Perversa.

Grito. No de dolor. Sino de rendición.

Soy suya.

En cada sentido.

Y cuando por fin me deja llegar, lo hace mirándome directamente a los ojos.

Porque me ha quitado el antifaz. Y ahora no tengo dónde esconderme.

Ni dentro. Ni fuera.

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