La Permanencia
La Permanencia
Por: Gilover28
Capítulo 1

Isabella

Hay algo cruel en los lunes.

Sobre todo, en este colegio.

Todo es demasiado perfecto. Demasiado pulcro.

Demasiado diseñado para recordarte que no perteneces.

Las chicas caminan como si estuvieran desfilando en una maldita pasarela, con esos uniformes entallados que sus padres pagan por retocar. Los chicos... bueno, la mayoría están más ocupados en heredar fortunas que en aprobar matemáticas. Yo solo me limito a existir entre ellos. Como una sombra con mochila rota y Converse desgastadas.

Estaba en la biblioteca. Tercer piso. Entre las estanterías donde nadie busca nada que no esté en Wikipedia. Tenía los auriculares puestos, el volumen alto y el corazón tranquilo por primera vez en días.

Hasta que escuché su voz.

Grave. Medida. Autoritaria.

Como si cada palabra fuera un mandato que el mundo debía obedecer.

—Este edificio necesita más luz. El mármol antiguo no transmite nada.

—Pero, señor Montserrat, es patrimonio... —balbuceó la directora.

Me asomé.

Y entonces lo vi.

Traje negro, sin corbata. Camisa blanca con los primeros botones abiertos. Las mangas arremangadas como si el poder le incomodara tanto que tuviera que quitárselo un poco. Moreno. Alto. Mirada gélida.

No sonreía. No coqueteaba con su entorno.

Simplemente mandaba. Con la boca, con el cuerpo, con los ojos.

Alejandro Montserrat.

Había oído ese nombre en las noticias. Millonario joven, fundador de no sé cuántas empresas. Lo suficientemente influyente como para invertir en el colegio más elitista de Santiago y aun así parecer que está haciendo caridad. Y ahora estaba ahí. En mi biblioteca. En mi burbuja.

Me detuve al final del pasillo de estanterías. Observándolo como si fuera un depredador en un museo de porcelana.

Él giró la cabeza. Y nuestros ojos se encontraron.

Fue apenas un segundo. Pero sentí cómo mi respiración se detenía. No era miedo. Era... algo más denso.

Como si su mirada desnudara mis pensamientos y no se disculpara por hacerlo.

Me quité los auriculares, fingí indiferencia, y volví a sentarme.

Pero su voz volvió a llenar el aire, más cerca esta vez.

—¿Cómo te llamas?

Lo dijo sin rodeos. Sin "hola". Sin formalidades.

Me giré. Él estaba ahí. A un par de metros. Mirándome como si yo fuera una anomalía en su cálculo perfecto.

—¿Sabe que está invadiendo mi espacio personal? —pregunté, cruzándome de brazos.

Sonrió, por primera vez. No una sonrisa cálida. Una de esas que juegan con el poder.

—No hay espacio personal en una biblioteca privada que ahora me pertenece.

Sentí un escalofrío en la espalda.

Mi orgullo se irguió como una muralla.

—Isabella —respondí, firme.

—Bonito nombre. No parece de aquí.

—Yo tampoco.

Él inclinó la cabeza, como si acabara de encontrar algo interesante.

—¿Eres alumna?

—¿Planea reportarme si no lo soy?

—Planeo recordar tu nombre.

Mi piel ardía. No por lo que decía, sino por cómo lo decía. Como si no me hablara a mí, sino a mi cuerpo. A mi resistencia.

Se acercó un paso más. Yo no retrocedí. Quería que lo supiera. Que no me intimida un millonario con cara de dios griego y aura de demonio.

—Deberías ir a clase —dijo finalmente.

—Deberías dejar de buscar niñas en colegios, señor Montserrat.

Él no reaccionó. Solo me miró con esa calma peligrosa, esa que esconde incendios.

Luego se alejó. Sin apuro. Como si no hubiera sembrado nada.

Pero lo hizo. Porque esa noche, cuando cerré los ojos, su voz me persiguió. Y su mirada me quemó.

Después de que se fue, la biblioteca pareció más vacía. Más silenciosa. Como si hubiera robado el aire cuando cruzó la puerta.

Me quedé ahí, fingiendo leer el mismo párrafo de un libro de historia del arte que ni siquiera me interesaba. Pero no podía concentrarme. Su presencia seguía pegada a mi piel. Como un perfume costoso que no pedí usar. Como un pecado que no quería nombrar.

¿Qué clase de hombre mira así a una chica en uniforme?

Uno que está acostumbrado a romper reglas.

O peor: a escribir las suyas.

Ese mismo día, después de las clases, me escabullí del internado. No era la primera vez que lo hacía. Mis escapadas eran el único escape real que tenía. Me metí en el metro, caminé tres estaciones, y terminé en una de mis cafeterías escondidas. Una de esas que huele a tinta y café fuerte.

Pedí un chocolate caliente y saqué mi cuaderno. Bocetos de cuerpos, manos entrelazadas, espaldas arqueadas. Dibujar era la única forma que tenía de gritar sin abrir la boca.

Pero entonces la puerta del local se abrió. Y el maldito universo volvió a jugar conmigo.

Era él.

Alejandro Montserrat. Traje diferente, mismo magnetismo. Solo.

Sin guardaespaldas. Sin nadie. Solo ese andar que parecía dictar el pulso del tiempo.

Nuestros ojos se cruzaron otra vez.

Y esta vez no me sonrió.

Solo me miró. Como si no entendiera qué hacía yo ahí. Como si no pudiera aceptar que este rincón del mundo también era mío.

O tal vez... como si estuviera sorprendido de que existiera fuera del uniforme.

Yo tenía el cabello suelto, los labios pintados de rojo (mi único lujo), y una blusa vieja que se me pegaba al cuerpo por el calor de la tarde. No me escondí. No aparté la vista.

Él caminó hacia mí.

—¿Otra coincidencia? —pregunté, cerrando el cuaderno.

—¿Tú crees en las coincidencias?

—No. Creo en la vigilancia corporativa.

Se rió. Un sonido bajo, grave, que me hizo querer borrarlo de mi cabeza y grabarlo al mismo tiempo.

—Te ves diferente sin el escudo de tu colegio.

—¿Y tú sin tu séquito de poder?

—Isabella —repitió mi nombre como si lo saboreara.

Se sentó frente a mí sin pedir permiso. Como si el mundo le debiera siempre un asiento.

—¿Te gusta provocar? —preguntó.

Lo miré, firme.

—¿Te gusta asustar?

Silencio.

Y luego, una chispa oscura en sus ojos.

—No. Me gusta ver quién se atreve a no tener miedo de mí.

Mi garganta se secó. Y odié lo que vino después.

El calor. El maldito temblor que empezó entre mis piernas.

No lo deseaba. Lo odiaba. Y, aun así, algo en mi cuerpo quería más.

—Esto es una mala idea —dije.

—Entonces será divertida.

Apoyó el codo en la mesa, acercándose apenas.

—Dime, Isabella... ¿Qué harías si te dijera que no puedo dejar de imaginar cómo suenas cuando dejas de desafiar... y empiezas a suplicar?

Mi cuerpo se tensó. Mis labios se entreabrieron sin querer.

No. No podía ser tan directo. Tan oscuro. Tan cruel.

Pero lo fue. Y lo sería.

Antes de que pudiera responderle, su celular vibró. Lo miró sin interés, se levantó sin despedirse, y se fue como había llegado: dejando el aire cargado, dejando mi corazón latiendo donde no debía.

Me quedé sola. Con las palabras que no dije. Con el deseo que no pedí.

Y con la certeza de que esa fue la primera lección.

Una que no estaba escrita en ningún manual. Una que iba a doler. Y quizás... a destruirme.

Cuando salí de la cafetería, el cielo ya se había teñido de un gris metálico, como si el mundo estuviera a punto de estallar. Caminé rápido, sintiendo su mirada aún en mi piel, aunque él ya no estaba.

O eso creía.

Crucé la esquina y lo vi apoyado en su auto. Un Aston Martin negro, de esos que parecen salidos de una fantasía sucia.

Las manos en los bolsillos. La mirada fija en mí.

—¿Me estás siguiendo? —solté, sin frenar el paso.

—No. Te estoy esperando.

—¿Por qué?

—Porque tú no deberías estar sola en esta parte de la ciudad.

—No necesito ni tu cuidado ni tu presencia —le escupí.

Se acercó. Dos pasos apenas. Pero suficientes para que el aire se hiciera más espeso.

Yo retrocedí.

No porque le tuviera miedo. Sino porque me estaba gustando demasiado el peligro.

—Isabella —dijo mi nombre con voz baja, tan íntima que casi lo sentí entre mis piernas—. Sabes que esto está mal. Que yo soy demasiado mayor. Que tú eres demasiado joven. Que esto no debería siquiera estar ocurriendo.

—Entonces aléjate.

—No puedo.

Ese "no puedo" me atravesó como una promesa oscura.

Tragué saliva. Sentí el vértigo de estar al borde de algo irreversible.

—No soy una niña, Alejandro.

—No, no lo eres. —Sus ojos bajaron. Me recorrieron sin tocarme. Y, sin embargo, me sentí tocada en cada rincón prohibido.

—Pero te comportas como una.

—¿Por qué? ¿Porque no te tengo miedo?

—No. Porque no sabes lo que soy capaz de hacer si me provocan.

Su voz no fue un susurro. Fue una advertencia. Una sentencia.

Yo debería haber huido.

Pero en vez de eso, me acerqué. Apenas medio paso. Retándolo. Desafiando esa oscuridad que me atraía como un imán maldito.

—Enséñame —dije. Ni yo sabía qué estaba pidiendo exactamente.

Pero él sí.

Y en ese instante, todo cambió.

Alejandro extendió la mano. Despacio. Como si me ofreciera la entrada a un lugar secreto, uno del que no podría salir ilesa.

—Súbete al auto.

Me quedé inmóvil.

El corazón me latía como una amenaza dentro del pecho.

Las piernas me ardían.

El deseo y el miedo peleaban dentro de mí. Y ninguno ganaba.

—Súbete, Isabella. O vete. Pero decide ahora. Porque después...

No habrá vuelta atrás.

No supe en qué momento mi mano se movió.

No supe en qué instante exacto me rendí.

Solo sentí el frío del metal cuando abrí la puerta del coche.

Y su mirada clavada en mí mientras cerraba.

La lección había comenzado.

Y yo acababa de escribir mi nombre en la lista de alumnas del pecado.

El cuero del asiento estaba frío al principio, pero su olor me envolvió como un veneno dulce: cuero caro, perfume amaderado y algo más... algo que sólo podía ser él.

Cerré la puerta sin mirarlo.

No porque no quisiera, sino porque tenía miedo de lo que vería en sus ojos.

O de lo que vería en los míos.

El motor rugió como una fiera recién despertada.

Él no dijo nada. Y yo tampoco.

El silencio entre nosotros no era incómodo. Era tenso. Magnético. Como si cada segundo contenía una elección que podía arrastrarnos a los dos a algo más oscuro que el asfalto que cruzábamos.

Yo miraba por la ventana, pero lo sentía. Su mano en la palanca de cambios. Sus piernas largas, relajadas. El poder crudo que despedía con solo respirar. Era como estar sentada junto a una tormenta eléctrica. Hermosa. Y peligrosa.

—¿Tienes miedo? —preguntó sin apartar la vista del camino.

—No. —Mentí. O tal vez no. Tal vez era otra cosa lo que me apretaba el pecho.

—¿Debería tenerlo?

Él soltó una risa apenas audible.

—Sí.

Giró en una calle que no reconocí. Más vacía. Más silenciosa.

Las luces de la ciudad se quedaban atrás.

—¿A dónde vamos?

—A un lugar donde nadie nos mire como si esto fuera un crimen —respondió. Y esa palabra, "crimen", se deslizó entre mis muslos como un susurro indecente.

Me giré hacia él.

—¿Qué es "esto", Alejandro?

—Lo que sea que estés deseando tanto como yo intento evitarlo.

Mis labios se separaron un segundo. No por sorpresa.

Sino por culpa. Por placer. Por una sensación que no había sentido nunca antes con nadie.

No contesté.

No tenía que hacerlo.

El ambiente estaba saturado de lo que no decíamos.

Y entonces su mano se movió. Del volante a mi muslo.

Desnudo, porque mi falda, estúpida, apenas cubría lo necesario.

Su palma era grande, cálida. Firme.

No subió. No bajó. Solo se quedó ahí. Como un reto. Como una promesa.

Mis pulmones se encogieron. Mi cuerpo no se retiró.

Ese fue el segundo error. O el segundo acierto. A estas alturas ya no podía distinguir.

—Esto es una locura —murmuré.

Él giró un poco el rostro, sin soltar mi pierna.

—Isabella, esto no es una historia de amor. No te haré promesas.

No te llevaré flores. Y no pienso detenerme si cruzas esa línea.

Mis muslos se tensaron bajo su mano. Mi garganta era un nudo.

—Entonces dime por qué me tocaste.

—Porque me provocaste.

Su tono fue tan crudo, tan sincero, que sentí que algo dentro de mí se rompía.

La niña buena. La alumna perfecta. La que sabía mantenerse en control.

Y la otra... la que se despertaba en mis sueños húmedos y ahora respiraba hondo en ese asiento de cuero... ella estaba despierta.

Y hambrienta.

Cuando por fin detuvo el auto, no era un departamento.

Era un edificio vacío. Industrial. De concreto expuesto. Sin señales.

—¿Qué es este lugar?

—Un proyecto sin terminar. Como tú. —Su mirada me desnudó sin pedir permiso.

Bajó del auto. Rodeó y me abrió la puerta.

No tenía que seguirlo.

Podía quedarme ahí. Irme. Fingir que esto nunca pasó.

Pero me bajé.

Porque a veces el infierno no se elige. Se sigue. Porque ya empezaste a arder.

Subimos por unas escaleras oscuras. Sin ascensor. Sin luz. Solo el eco de sus pasos delante de los míos.

El lugar era un enorme loft vacío, con ventanales de piso a techo, y una vista a la ciudad como si estuviéramos sobre ella. Como si pudiéramos destruirla con solo mirar.

Y ahí, en medio de todo ese concreto frío, me giré para enfrentarlo.

—¿Qué vas a hacerme?

Alejandro se detuvo a un metro de mí. Sus ojos eran tormenta pura.

—Lo que tú me permitas. Pero una vez empiece, Isabella...

No sabrás cómo parar.

Yo ya no podía.

Y no supe si lo que sentí fue terror...o anticipación.

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