Era tarde cuando Andrés entró al antro. Su mirada se posó en la mujer que estaba sentada en la barra, bebiendo sin parar.
Se suponía que era una mujer culta y elegante, de esas orgullosas y fuertes que no se quiebran por nada. Sin embargo, ahí estaba, mostrando una faceta de vulnerabilidad que él no le conocía.
Con una mezcla de sentimientos, se acercó y tomó asiento a su lado. Le hizo una seña al barman para que le sirviera un whisky.
Se giró hacia ella y bromeó:
—Guapa, ¿qué haces por aquí a estas horas? Otra vez nos encontramos.
Mónica dejó el vaso sobre la barra mientras las lágrimas comenzaban a rodar por sus mejillas. Se las secó con el dorso de la mano y rio con amargura.
—Qué pena que siempre me veas así.
—No tienes por qué sentir pena. A todos nos pasa, ¿no? Vamos, te acompaño.
Mónica pidió otra copa. Con la voz entrecortada por el llanto, lo encaró.
—Andrés, dime la verdad. ¿Tú también crees que por ser hija de una amante merezco lo peor? ¿Que debería morirme, o haberme queda