Regina también se apresuró a saludarlo.
—Suegro.
Ricardo Solís asintió y miró a su hijo.
—Ya se hizo tarde, vamos a cenar.
En cuanto tomaron asiento, una empleada llenó la mesa de comida con rapidez.
Regina vio que había costillitas en adobo, pollo en salsa de ciruela y tinga de res... Puros platillos caseros, y todos eran de sus favoritos. También había camarones al mojo de ajo.
Ese era un platillo que solo pedía en restaurantes, pues en casa nunca lograba responder ese sabor tan característico. Además, limpiar los camarones le parecía demasiado engorroso y prefería evitarse la molestia.
Ella se sentó junto a su suegra, y Gabriel, con toda naturalidad, ocupó el lugar al otro lado de ella.
Era la segunda vez que visitaba la casa de los Solís y, a pesar de la visita anterior, todavía se sentía un poco tímida.
Silvia no dejaba de servirle comida, y en poco tiempo el plato de Regina estaba a reventar. En cambio, el de su hijo permanecía casi vacío.
Por lo general, cuando comían juntos, er