La cabeza de Regina era un caos. Estaba tan enojada y triste que le era imposible ir a trabajar.
Caminó sin rumbo por la calle hasta que vio una banca junto a un jardín y se sentó.
No podía contener las lágrimas.
Había confiado tanto en él; jamás se le ocurrió que pudiera engañarla.
Mientras más lo pensaba, peor se sentía. Sumergida en su propio mundo, no se percató de que la gente a su alrededor la estaba mirando.
Una sombra la cubrió. Frente a ella aparecieron unos zapatos, y al mismo tiempo, escuchó la voz cálida y magnética de un hombre.
—¿Qué haces aquí?
Ella levantó la vista. A través de un velo de lágrimas, distinguió a alguien atractivo y de facciones perfectas.
Ese día no llevaba cubrebocas, solo una gorra de béisbol negra, por lo que su cara quedó al descubierto.
Abrió la boca, pero su voz salió rasposa, casi un susurro.
—Sebastián…
Él la observó. Regina tenía los ojos rojos e hinchados. Arrugó la frente, preocupado.
—¿Te pasó algo?
Ella no se esperaba encontrarlo ahí. Avergo