—Gracias, Clive —responde Nick, feliz de que alguien le recuerde a sus cacahuetes. No ha intentado forzar ninguna conversación durante el trayecto de vuelta a la ciudad, y me ha dejado reflexionar sobre mi reciente descubrimiento: el descubrimiento de que mi primo es un idiota y de que mi marido ha perdido doscientos mil dólares por ello.
—De nada, señor White, de nada. Cuídate, Addison —me dice con severidad, y yo sonrío con cariño mientras su cara gruñona desaparece tras las puertas.
—Has dejado que Clive me llame Addison —señalo de manera distraída.
Me mira con una ceja enarcada y admonitoria.
—¿Y?
—Nada. —Consigo reunir fuerzas para curvar los labios y esbozar una sonrisa. La posesividad de mi esposo me hace gracia y me proporciona las energías necesarias.
—Haré como que no te he oído. —Se esfuerza por no sonreír mientras salimos del ascensor.
Entramos en el ático y cierra la puerta de una patada.
—Pronto no podrás llevarme en brazos —gruño, aferrándome a él con más fuerza. Lo ech