El rugido que brotó de mi pecho no fue humano.
Ni siquiera fue de lobo… fue algo más primitivo. Un eco ancestral que hizo que todos en la sala se quedaran en silencio.
El mensajero temblaba, aún jadeando, y las palabras se repetían como un tambor en mi cabeza:
**“Rowan ha movido sus tropas y se prepara para atacar.”**
Me giré hacia el consejo, y no necesité hablar para que entendieran.
Mis ojos ardían. Mi lobo estaba en la superficie, a punto de destrozar todo.
—Desde este momento —gruñí—, yo impongo el mando de emergencia. Todos los miembros del consejo quedan bajo vigilancia. Nadie entra ni sale sin mi autorización.
—¡No puedes hacer eso sin una votación! —protestó uno de los ancianos, levantándose de golpe.
Me acerqué. Supe que podía oler mi furia.
—¿Quieres votación? La tendrás… pero después de que detenga a Rowan —espeté con tono firme—. Después de que averigüe quién de ustedes le abrió las puertas a la corrupción.
—¡Esto es una dictadura! —gritó mi madre—. Mikail, ¿acaso plane