Mikail
Maldito Tharion. Su calma me olía a trampa; sabía que había interferido con la prueba y no pensaba dejarlo así. No podían engañarme. Ese niño era mío por sangre y por derecho, y no descansaría hasta demostrarlo.
Había pasado noches sin dormir puliendo los detalles con los hombres que confiaban en mí —los que podían ocultar su identidad y moverse sin levantar sospechas—, para que todo fuese perfecto.
Lo que habíamos vivido en Silverbane era un malentendido que ella entendería si me daba la oportunidad. Antes la habían rechazado; ahora la llamarían leyenda. Yo ignoré la culpa para concentrarme en el deseo de tenerlos de nuevo a mi lado.
—Diosa Luna, permíteme llevarme a mi mujer y a mi hijo —murmuré en voz baja, más para mí mismo—. Si debo expiar, que sea con todo lo que tengo, pero no con perderlos.
Los guardias del rey trataron de interponerse, como era de esperar, pero mis hombres tenían contactos donde hacía falta.
Evité pensar en los detalles de cómo cada quien cumplió su