Habían pasado dos días desde la primera sesión de quimioterapia. El hospital me había dado el alta por unas horas para recuperarme en un entorno más confortable antes de la siguiente fase, y Dalton me había traído a una residencia de seguridad que los Savage poseían para estar más cerca del hospital y para monitorearme con el equipo médico nuevo.
Estábamos en una habitación luminosa, lejos de las máquinas, recostados juntos en un sofá amplio. Mi cuerpo se sentía como papel mojado, exhausto, con náuseas persistentes, pero en paz. Nunca me gustaron los hospitales, las máquinas, las agujas, las enfermeras y el sentimiento de que en los hospitales moría gente.
La presencia de Dalton, herido, pero firme a mi lado, era mi único antídoto contra el veneno en mi cuerpo. Estábamos tan bien juntos, que parecía que nada pudiera destruir nuestra felicidad.
—¿No te importa que hayamos pospuesto la boda? —pregunté.
Dalton me subió un poco más la manta.
—Solo quiero que estén bien. La boda puede espe