El reloj de pared de la biblioteca marcaba los minutos con un tic-tac metálico y cruel y cada sonido un recordatorio del tiempo que se agotaba. Yo estaba sola, sintiéndome como la pieza más frágil y prescindible del ajedrez, con una guerra doble librándose en mi existencia: la de Massimo afuera y la de la leucemia dentro.
Me levanté del sofá, aunque mi cuerpo protestó con un vértigo súbito. El agotamiento era una capa gruesa que me envolvía; cada paso era una victoria momentánea sobre la debilidad.
Las náuseas eran constantes ahora, y el dolor de cabeza pulsaba en mis sienes como una ráfaga de relámpagos. No eran simples molestias del embarazo, sino el grito de alarma de mi cuerpo que estaba fallando. Era una bomba de tiempo y pensé con desolación, sintiendo la responsabilidad del bebé que crecía dentro de mí, nuestro pequeño milagro y nuestra mayor complicación.
En ese instante de vulnerabilidad, el teléfono a mi lado sonó con una urgencia estridente que rompió la quietud de la sala.