Entré a la suite principal de la mansión Savage y encontré el caos que siempre temí, pero no por una explosión matemática, sino por una simple falla biológica de la persona que era el centro de mi universo. Daisy estaba en el suelo, inconsciente, envuelta en el vasto marfil del vestido de novia. Vera y Aura estaban arrodilladas a su lado, con sus rostros pálidos y llenos de terror. El contraste entre la seda de celebración y su figura inmóvil me golpeó con una fuerza física y sentí que la lógica se desmoronaba por completo.
—¡Apártense! —grité y mi voz era un látigo de urgencia.
Me arrodillé junto a ella, mis manos firmes, pero temblorosas buscando su pulso. Sentí la fragilidad de su muñeca y la suavidad de su piel. Estaba aterrado de perderla. Estaba aterrado de que eso que pudiera separarnos fuese algo más fuerte que nosotros.
—¡Dalton, llamamos al doctor de la familia! ¡Llegará en minutos! —dijo Aura, con la voz quebrada.
La conocía. Estaba cerca del llanto, y no era para menos. Er