Extra | 55

El sol de la costa española era inclemente, golpeando la pintura blanca de la villa donde, según el disco duro, Sandro Falco se escondía. La estructura era lujosa y aislada, rodeada de altos muros y densa vegetación. Yo había viajado usando el pasaporte de emergencia, sintiendo la tensión de ser una fugitiva por una causa justa. Cada hora que pasaba, la culpa por la nota dejada a Dalton me carcomía. Sabía que él ya habría notado mi ausencia, y la herida de mi mentira se habría abierto de nuevo. «No, aléjalo. Sé fuerte.»

Me infiltré en la propiedad al anochecer. Los jardines olían a jazmín y a salitre, un contraste surrealista con el peligro inminente. Entré por una ventana de servicio, moviéndome con una disciplina fría que me recordaba a mi época de ejecutiva. No tenía casi seguridad, lo que me hizo sentir que en realidad no esperaba sorpresas. El hombre estaba limpio. Fue mi padre quien pagó.

Encontré a Sandro Falco en un gran salón, bebiendo brandy frente a un televisor enorme que
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