Marco Lombardi estaba en prisión y la derrota era total. El silencio de la casa ya no era una paz anhelada, sino un monumento a mi soledad y a la mentira que había construido. No le había dicho nada a Massimo sobre lo que suponía que hizo, primero porque no quería alertarlo en casa, y segundo porque quería hacerlo a solas, en su tierra, para que fuese y llorase en el hombro de su madre.
Massimo y yo estábamos en la biblioteca, el mismo lugar donde su astucia había destruido mi última esperanza, solo pasando el tiempo. Las luces estaban tenues, y el ambiente era de una solemnidad calculada. Él estaba de pie junto a la chimenea apagada, elegante y distante, listo para dictar el final de este drama.
—El escándalo ha terminado —declaró Massimo y su voz era serena y final—. La prensa se calmará. Marco está donde debe estar, y tu reputación está intacta, gracias a mi intervención.
Me miró, y sus ojos eran fríos y evaluadores. Había un glacial en su alma y un abismo entre nosotros. No podía