Las motas de polvo dorado brillaban sobre el impecable jardín de la mansión Lombardi. Era el décimo cumpleaños de Daisy, su única hija. Era un evento pomposo, lleno de globos gigantes, castillos inflables y la algarabía insoportable que solo la descendencia de la élite puede generar. Fuimos invitados porque su padre era uno de los socios de una de mis empresas y no quise despreciarlo. Antes estuvimos juntos en reuniones, fiestas de año nuevo y otros cumpleaños, y aunque ese día no me sentía bien, igual acudimos.
Yo estaba en la periferia del caos, con mi mano posada ligeramente en la espalda de Avery, mi ancla. Mi esposa, como siempre, era la mujer más radiante del lugar. Su risa era suave mientras observaba a nuestras hijas y su cuerpo era una puta obra de arte completa. Podía idolatrarla todos los días sin cansarme.
Aura y Vera, mis gemelas de siete años, eran una fuerza imparable desde su nacimiento. Aura, con la calma calculadora de su madre, lideraba la estrategia para conquistar